Ante todo, resignados lectores, les deseo un Fin de Fiestas aceptable. Sí, reconozco que suena poco navideño, pero les aseguro que es sincero. Los ancianos estamos casi exentos de críticas y eso, como dice mi nietecito más pequeño, «mola un montonazo» porque, aunque la primera vez que eres consciente de que perteneces a la tercera edad te fastidia, después se le saca mucho partido. ¿Ustedes no?, pues vayan aprendiendo: Se pone carita de buena, se sonríe a todo el que te habla y justificas todas las pedradas que te rocen diciendo «son criaturitas inocentes». Y quedas divina de la muerte.

Hay que colaborar estableciendo paz a tu alrededor, entre otras cosas porque, son niños, son guapos, son de tu sangre y tus hijos no fueron Santos. Yo sí, pero ya saben ustedes que en todas las reglas hay excepciones. Pero no crean que esa bondad me evitó algún que otro sopapo, ¡ni hablar! Cuando mi hermano José Luis ­-un año mayor que yo- hacía alguna de sus travesuras mi madre nos llamaba a capítulo a los dos: a él le dejaba sin postre, a mí sin las llaves de mi baulito donde guardaba mis muñecas.

Pensareis que el castigo de él era peor que el mío, pues no. ¡Mi hermano odiaba comer fruta! Es decir, le estaba haciendo un favor. Y cuando, inocente de mí, le preguntaba: «¿Por qué me castigas si yo no he hecho nada malo, mamá?». «Por no evitarlo, como es tu obligación». Y me callaba porque, al insistir, podría salir peor parada si ello era posible.

A veces pienso que guardo mucho rencor por pequeñas cosas, las grandes siempre las justificaba. No soy perfecta, lo sé, y si lo fuera me sentiría muy mal. ¿Y si no fuera así? Dejaré las cosas como están porque, al final, saldría perdiendo. Lo juro. Es mi destino.

*Mª Rosa Navarro es licenciada en Historia Medieval y arqueóloga