Si la figura de Jean-Paul Sastre evoca la banalidad frívola de la segunda mitad del siglo XX francés, con su cinismo sesentayochista y su encendido elogio del comunismo soviético, el pensamiento del recientemente desaparecido Maurice Duverger (1917-2014) representa la larga sombra del mandarinato universitario sobre la política y la prensa de su país. La suya fue una personalidad que correspondía más bien al marco industrial de la posguerra que a la fluidez líquida y acelerada de este tercer milenio. Y como sucede con todas las modas intelectuales, que van y vienen, algunas de las teorías de Duverger - prestigioso constitucionalista y columnista áureo de Le Monde - han sido reivindicadas por una nueva izquierda europea que busca situarse en la periferia de la ortodoxia anglosajona. En su famoso ensayo Instituciones políticas y Derecho Constitucional (1970), observa con acierto que «la esencia misma de la política es siempre, y en cualquier parte, ambivalente. La imagen de Jano, el dios de las dos caras, es la verdadera representación del poder». Se trata de una lectura de gran influencia en su momento - entre mediados de los setenta y principios de los ochenta - y de inspiración claramente marxista, aunque sus conclusiones finales fueran de corte democrático. «Los individuos y las clases oprimidas, insatisfechos, pobres, desgraciados - leemos en una larga cita -, no pueden considerar que el poder asegure un orden real, sino solamente una caricatura de orden, detrás de la cual se enmascara la dominación de los privilegiados: para ellos, la política es lucha. Los individuos y las clases poseedoras, ricas, satisfechas, encuentran que la sociedad es armoniosa y que el poder mantiene un orden auténtico: para ellos, la política es integración». La retórica de los actuales partidos anticasta no recurre a presupuestos muy diferentes. Desde su punto de vista, la historia de la humanidad sería el resultado del conflicto de intereses entre unas clases sociales antagónicas, sólo mitigado por el opio del poder, la religión o el mercado.

Como François Mitterrand, también Maurice Duverger vindicó el carácter camaleónico de la biografía: un ámbito, digamos, donde las ideas maduran según las circunstancias. En su juventud simpatizó con el conservadurismo de Pétain, para luego virar hacia el socialismo y acabar como eurodiputado del Partido Comunista Italiano. «Más vale ser de derechas cuando joven y de mayor de izquierdas - declaró - que no lo contrario, tan habitual». Esa evolución política no impidió que en 1987 fuera acusado de antisemitismo por un artículo suyo escrito en 1941. Ganó el juicio posterior, en el que acusaba de difamación a la revista Actuel; no obstante, las sospechas sobre su pasado nunca han desaparecido por completo.

En todo caso, más allá de polémicas concretas, la figura de Duverger ejemplifica el papel desempeñado por la intelectualidad europea en los grandes debates públicos durante los últimos sesenta años. Sin embargo, con la explosión hermenéutica de los datos estadísticos y el ritmo veloz de las redes sociales, la influencia del intelectual clásico, tal como fue concebida a lo largo del siglo XX, queda hoy en poco más que una nostalgia del pasado. En sus libros y artículos, Duverger percibió la trascendencia de las narrativas de clase para legitimar un determinado orden constitucional, así como reflexionó acerca de la importancia de los modelos electorales para la estabilidad de un país. Aunque quizás, a sus noventa y muchos años, no llegase a tiempo para comprobar que el dilema democrático fundamental de nuestro tiempo surge de la crisis de representatividad, como emerge ahora, por ejemplo, con el hipervalorado derecho a decidir. Sin representación efectiva, diríamos, no hay democracia. No, al menos, en su sentido moderno, basado en el pacto, el consenso, la paz civil, la alternancia política y el reparto de poderes. También los debates maduran según las circunstancias. Y no siempre a mejor. RGER