Propongo a los alumnos del taller de escritura creativa que escriban un cuento sobre una mujer con cara de cuñada. Se me ha ocurrido en el metro, observando a una señora que no digo que no pudiera ser esposa y madre, incluso hija, pero cuya sustancia era la cuñadez, el cuñantismo o como quiera que se diga. Tendría unos 45 años, abrigo marrón en forma de campana abrochado hasta el cuello, y nariz aguileña. Se peinaba con moño recogido en la nuca y llevaba, colgando del brazo, un bolso negro con diversos departamentos en la zona exterior. En el mismo dedo de la alianza de casada, lucía un anillo de oro con una perla, seguramente cultivada. Hablaba disimuladamente consigo misma o discutía con un interlocutor o interlocutora imaginarios a los que a veces sonreía agriamente. A ratos, dándose cuenta de que no controlaba bien sus expresiones, miraba en derredor para comprobar que nadie le prestaba atención. Pero yo estaba ahí para prestársela sin que lo advirtiera y advertí enseguida que se trataba de una cuñada en estado puro, la esencia misma del cuñadismo. Por alguna razón que no he analizado, odio esa esencia. Me parecen bien los cuñados y las cuñadas, yo mismo soy víctima de ese vínculo familiar, y no una ni dos veces, sino siete u ocho, quizá más. Pero su versión platónica, representada por la mujer del metro, me produce ardor de estómago. De modo que llegué a la clase y dije a los alumnos que escribieran sobre una mujer que tuviera cara de cuñada. Están hartos de mis propuestas y yo de las suyas, no sé ni por qué siguen conmigo ni yo con ellos, así que cada día tenso un poco más la cuerda para ver si se rompe de una maldita vez y nos vamos cada uno a nuestra casa. Sorprendentemente, la idea les entusiasmó. Todos conocían a una mujer con esas características. Mi madre, dijo una de las alumnas, es la cuñada elevada al cubo. ¿Y eso?, pregunté yo. Pues porque todas las discusiones que se le ocurren son discusiones de cuñadas y en el telediario caza al vuelo los temas que más irritan a la hermana de mi padre. Hice un gesto de asentimiento, como si yo supiera a qué se refería y seguimos adelante con la discusión, que resultó ser de las más literarias y productivas que hemos tenido a lo largo del curso. No sabe uno cómo acertar ni, lo que es peor, como desacertar.