La Unión Europea (UE) inicia un complicado año el próximo día 25. Ese día, los griegos votan en unas elecciones anticipadas en las que parte como favorita la izquierdista Syriza, que, además de romper el bipartidismo en su país, pretende acabar con el régimen de austeridad que en vez de sacar a Grecia de la crisis, la ha sumido en la miseria.

Aunque no lo consiga, es seguro que una victoria del partido de Alexis Tsipras -que quiere renegociar las condiciones del rescate y reestructurar el pago de la deuda- sacudirá los cimientos del club comunitario, pues el litigio -Tsipras, por un lado, y Schäuble, para resumir, por el otro-, podría acabar con la expulsión de Grecia de la eurozona, una medida cuyas consecuencias -sobre todo, políticas- nadie se atreve todavía a cuantificar seriamente.

Así que, ya desde su comienzo, 2015 se presenta harto complicado para el club comunitario; al menos, para su pervivencia en la forma en que lo hemos conocido en los últimos años: dirigido de espaldas a los europeos.

Podemos, el partido de Pablo Iglesias, seguirá muy de cerca el desarrollo de la pugna porque comparte programa con Syriza; sin embargo, como su cita con las urnas no llega hasta finales de noviembre, dispone de tiempo para atemperar sus propuestas o, por el contrario, endurecerlas, según como le vaya a Tsipras y a tono con su oportunismo y su ambigüedad ideológica.

A medio camino entre las elecciones griegas y las españolas, hay otra cita que también puede alterar el mapa de la Unión: los comicios británicos de mayo, tras los que, sin vence, el líder conservador y actual primer ministro, David Cameron, ha prometido convocar un referéndum para que sus compatriotas decidan si quieren seguir sujetos a Bruselas.

Huelga decir que la salida del Reino Unido de la UE -cuyas consecuencias, políticas y económicas, tampoco se atreve nadie a calibrar- sería un varapalo del que la Unión no se recuperaría fácilmente y que pondría en cuestión incluso su propia existencia. De mano, el club perdería el primer centro financiero del mundo, el más desregulado y el que menos pregunta por el origen del dinero.

Cameron actúa empujado por el enfoque rector bruselense en asuntos como la inmigración, terreno donde el votante británico ha empezado a confiar más en el emergente UKIP que en los «tories». El éxito de la eurofobia de Nigel Farage en los comicios europeos de mayo no permite al primer ministro andarse con lindezas ni gobernanzas, máxime cuando ya tuvo que recurrir a la baza del referéndum para apagar el fuego de la rebelión en sus propias filas.

Encima, todo ello ocurre en un contexto de estancamiento del crecimiento económico, tanto en la media de la UE como en los casos particulares de Francia y Alemania -y con Italia ya metida de lleno en la recesión- y en un clima de generalizada desconfianza -por usar un eufemismo- de los ciudadanos europeos hacia los patricios de Bruselas.

Terreno abonado, pues, para la crisis no ya económica o financiera, sino de identidad, a la que los Veintiocho no podrán responder sólo con el mito de la recuperación, como hace Rajoy: después de seis años con esa letanía, hará falta que además de oraciones haya un dios. O nos volveremos todos euroateos.