Corren, son dos. Parecen salidos de una película que pretende parecerse a la realidad. Uno le dispara al hombre que está retorciéndose en el suelo, un policía, en la cabeza. Luego sale Messi en el telediario. El periodista habla del actual entrenador del Barcelona, Luis Enrique. Siempre le recuerdo con la cara llena de sangre en el mundial de fútbol de EEUU, en 1994, por el codazo de Tassoti en el encuentro de la selección española frente a Italia. O quizá la sangre en la cara de Luis Enrique sea la que tendría en la cabeza el policía muerto en el suelo de París, y la asociación de ideas ha funcionado sola.

No es fácil dominar el cerebro tras un informativo que se consume a diario. No se trata ya de manipulación informativa o de errores en titulares donde se escribe que «de los cuatro cadáveres de inmigrantes rescatados en alta mar tres han sido dados de alta en el hospital». Se trata de digerir a los postres de nuestra moral catódica, que ya no católica, la visión de unos terroristas asesinando a sangre fría a un ser humano, inmediatamente después de mirar la cola del avión sumergido donde han muerto más de 175 personas, y antes de escuchar a un entrenador hablar sin decir nada con el morbo de que anda a la gresca con su mejor jugador.

La noche del 31, en una televisión nacional, se dio paso a una conexión previa con los presentadores de las uvas, entre risas, y aún no habíamos digerido la noticia que precedió a la conexión: un niño de dos años había matado a su madre de un disparo en Idaho. Salir indemne como sociedad de todo esto, no perder el sentido trágico de la existencia, no será fácil. Hace poco un amigo mío cayó al vacío. De entre las personas que se congregaron alrededor del cadáver, un chico joven se puso a grabar con su móvil el horror de su vida terminada, quizá para subirlo a la red. Reconozco que no reaccioné a tiempo. Felizmente, alguien se lo impidió. Me dio qué pensar.

La contundencia de la muerte en vida, sentir que la insoportable fragilidad de que quien estaba vivo segundos antes, respirando, hablando, soñando, pensando, siendo, es nuestra misma fragilidad insoportable, ya no logra imponerse a la impavidez que provoca vivirlo todo pantalla mediante. Quizá sea otro mecanismo de defensa ante ese batiburrillo en que se han convertido las escaletas de los informativos, o ante el miedo de ser sólo carne de telediario, o de no ser ni siquiera eso, protagonista de los segundos que dura una noticia, de no ser apenas un chispazo.

Estoy horrorizado por la muerte de ese policía en París a manos de asesinos fanáticos, como si hubiera visto la muerte por primera vez. Y siento, porque rechazo no sentir, que los redactores asesinados del semanario Charlie Hebdo somos un poco quienes defendemos la libertad de expresión contra cualquier extremismo o creencia que no respete el indiscutible derecho a seguir vivos. Debe ser así, o terminaremos acorralados y locos.