«La extensión del Estado Islámico (EI) en el norte de África amenaza nuestra seguridad» (lo decía el ministro García Margallo), «Datos policiales apuntan a un posible atentado islamista en España». Son titulares de prensa anotados en este comienzo de 2015 que la matanza en la redacción de Charlie Hebdo han convertido en tristemente reales. Preparémonos para un año marcado por la yihad y la reacción islamófoba que recorre parte de Europa. Un año en que quienes nos amenazan han empezado a ganar ya la primera batalla, la del miedo.

Y esta tiene su importancia. Es tan crucial que está en la raíz del concepto «terrorismo». Este era definido por la Real Academia Española hasta hace poco como «sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror». En su última edición, le ha añadido una nueva acepción: «actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos». Pues eso, que infundir terror y crear alarma social, el fanatismo islamista -ya sea en versión Estado Islámico, Al Qaeda o grupos sucedáneos- lo ha empezado a conseguir incluso antes de matar.

Y no es la primera victoria que el mundo occidental regala a los extremistas de la yihad. Me refiero al nombre que les hemos concedido de Estado Islámico y que se repite cada día en la prensa de todo el mundo. ¿Estado? Un término tal supone que la lucha contra unos terroristas se nos formula semánticamente como una batalla contra un hipotético territorio provisto de instituciones legítimas. Sí, es cierto que este grupo radical yihadista controla una zona entre Siria e Irak, pero también -sólo es un ejemplo- los miembros de las FARC han dominado una parte de la selva colombiana y nadie ha regalado la consideración de «estado» a esta banda armada.

La sociedad española sabe demasiado, por desgracia, de terror. Los asesinatos de París nos han recordado la matanza de Atocha de 1977, porque en ambos casos se da la irrupción de unos matones en el pacífico espacio laboral de unos profesionales: abogados, los de 1977; periodistas del plumín, los de ahora. No hay que ser muy viejo tampoco para recordar cuando centenares de personas de este lado del Mediterráneo creían haber visto cerca de sus casas al hoy arrepentido radiofónico Urrosolo Sistiaga y a la tigresa Idoia López, entonces (principios de los años 90) pistoleros de ETA que sembraban la costa de sangre. Y hace poco más de diez años que Al Qaeda perpetró en los trenes de Madrid el mayor atentado de la historia de este país.

Todo ese pasado está muy vivo, sí, pero no ha detenido el progreso y las ansias de paz de este país. Seguro que hay embriones de yihadismo en nuestra sociedad y mezquitas tóxicas, igual que hemos comprobado que los hay en la vecina Francia -frente a ellos no vale buenismo alguno-, pero prefiero pensar en las miles de personas más, fieles del Islam y de otros credos, que conviven con normalidad en nuestras calles, sin imponer criterios de fe sobre los derechos fundamentales que nos hemos dado. Asusta que, además del terrorismo islamista, en meses (o años) nos preocupe tanto o más la aparición en España de movimientos islamófobos como el alemán Pegida, surgidos del miedo y la alarma ante el otro.