No me gusta el miedo. Me sienta mal. En las ideas y en el estómago. También en la libertad. El miedo es una palabra sigilosamente violenta que termina haciéndole a la vida un nudo en la garganta. Por estas razones rechazo esa sensación desagradable que, en su versión extrema, produce terror. Sobre todo cuando el miedo deja de ser una respuesta lógica que se activa ante el peligro y el lenguaje político la transforma en una manifestación de poder. Me da igual que los que aumentan la presión de la palabra sobre la actividad cerebral de cada persona o sobre el sistema inmunitario de un país sean de un bando o su adversario. Unos la provocan, otros la producen. El miedo siempre es un arma rentable para favorecer la parálisis, la psicosis y el enfrentamiento. Y en estos días, a raíz del masivo asesinato de la libertad y su risa saludable, creativa y democrática -que a todos nos ha hermanado en Je suis Charlie-, el miedo se está usando como un peligroso objeto amenazante contra lo islámico. Lo mismo que su fanatismo enfocado hacia Occidente está dispuesto a secuestrar la convivencia y a cobrarse inadmisibles ajustes de cuentas.

En medio del dolor, del debate acerca de los límites de la sátira y del respeto, de las coartadas geopolíticas, económicas y de los delictivos argumentos de quienes administran el terror como negocio, pocas voces nos han advertido de las diferencias entre la yihad terrorista y la religión islámica. Es cierto que lo mejor sería que la numerosa comunidad musulmana residente en Europa aclarase la confusión, y de paso desautorizase convincentemente en público y en mayoría los falsos argumentos del fanatismo. Pero también es curioso que esta errónea confusión tenga mucho que ver con el impacto informativo de la encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas acerca de ese 37% de españoles que admite sin pudor no leer, del 65% que no llega a los nueve libros al año y del 68% de lectores digitales que se baja al abordaje la lectura a su pantalla. Estos datos refuerzan que nuestros adolescentes suspendan en comprensión lectora y en reproducir emociones con el sonido de las palabras y sus posibilidades. Algo parecido ocurre desde hace décadas en aquellas sociedades donde sólo un libro es la lectura del mundo, el único camino para llegar al paraíso. La exclusiva expresión del estado moral de una sociedad sujeta a la manipulación del analfabetismo y la escasez de futuro.

Leer, esa vieja palabra, es una creación humana que favorece el metabolismo mental. Nos procura ser más autónomos, aumentar nuestro bagaje cultural, crecer con criterio, afrontar la vida con más sentido común, desarrollar nuestra autoestima, considerar opiniones distintas a la propia, modelar nuestro juicio crítico y ético, expresar mejor nuestro pensamiento, enriquecer nuestro vocabulario, combatir el aburrimiento, descubrir mundos mágicos y misteriosos, domesticar la concentración, interpretar el mundo, agilizar la memoria, construir conocimientos, aprender a ser tolerantes. Su influjo nos procura reflexionar analíticamente sobre lo que está escrito para no aceptarlo sin que medie un verdadero pensamiento. Una buena formación en la lectura contribuye a nuestra independencia electiva de las palabras y a que se enriquezca y se estilice nuestro lenguaje. Sin embargo en España se leen pocos libros, esa extensión de la memoria y de la imaginación, como dijo Borges. Pero es que tampoco se leen periódicos cuyo género nos instruye sobre el modo de ver la realidad y descubrir otras versiones posibles de los enigmas cotidianos y sus perfiles. Si la educación literaria nos facilita entender la complicidad entre la experiencia de la vida y la experiencia de la escritura, degustar las texturas del lenguaje y ensanchar nuestros mundos, leer un buen periódico nos enseña sobre la conciencia del lenguaje y las maneras de traducir la realidad y sus matices. Ante esta adocenada realidad, en un país con la excelencia de una brillante tradición literaria y periodística, hay que preguntarse por qué ha fracaso el lenguaje escrito. Por qué no invertimos en la lectura para rentabilizar nuestra mente, nuestro espíritu y nuestra educación.

Está claro que la Lengua tampoco es una asignatura exigida. Ni siquiera en las carreras de Periodismo y de Filología en las que deberían ser herramientas imprescindibles y sobradamente practicadas. En consecuencia, la escritura se ha empobrecido y contaminado por la moda del discurso fragmentado y la atomización generado por las nuevas tecnologías. Sin olvidar que una parte del fracaso de los medios de comunicación y de la industria editorial se debe al escaso valor que ambos llevan prestando desde hace décadas al prestigio del lenguaje creativo. Y si la Lengua ya no es el manantial del que brota el lenguaje comprensible, es normal que las palabras sean más fácil de transformar en la munición ideológica con la que se nos adoctrina y se nos aboca a los desencuentros. La ignorancia es una feliz tragedia colectiva que termina provocando injusticias y dramas. Sólo la educación nos salva de fanatismos, xenofobias y radicalizaciones peligrosas.

Lo dije dentro de un libro sobre noticias del frente. Leer en presente es un indicativo de cultura. La lectura es una forma de felicidad, un acto de resistencia en épocas de naufragios e incertidumbres. Si nos desentendemos de saber leer será más fácil que a las palabras le arrebaten su oficio de escribir y su música de fondo. Una sociedad que no lee pierde memoria y deja de preguntarse de cerca y sobre lo lejos. Entonces, el miedo es su único lenguaje.

*Guillermo Busutil escritor y periodista

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