Pedir perdón debería estar bien. En realidad, lo está cuando supone reconocer un error o una falta que ha podido molestar o herir a otro. Aunque, siendo ese pejiguera tiquismiquis del que me quiero desembarazar en este 2015, no me puedo olvidar de que en esas disculpas hay tanto de acto de justicia como de limpieza de la conciencia propia, de desahogo autoliberador; o sea, de egoísmo puro y duro para poder lograr ese objetivo que nos marcamos cotidianamente: que nada nos quite demasiado el sueño. El problema surge cuando el perdón trasciende lo meramente utilitario -que no deja de ser una manera inocente de desculpabilizarse- y se convierte en ventajismo de la peor calaña, cuando se transforma en el vehículo de supervivencia, para la perpetuación de uno mismo.

Gran parte de eso que están llamando regeneración democrática pasa por ver a líderes de partidos políticos y de instituciones sacrosantas, antes tan distantes y glaciares, pidiendo perdón. Pedro Sánchez, Esperanza Aguirre y hasta el rey emérito Juan Carlos, por ejemplo, han puesto en práctica el ejercicio del notable arte del dispénseme. Independientemente de que lo hagan, como se dice, de corazón -palabra que, me imagino, debe provocar muchas risas cuando uno llega a niveles tan altos del sistema de poder-, lo que resulta meridiano es que sí que lo hacen con un claro objetivo: hacernos sentir importantes. En eso consiste este tiempo nuevo que se nos quiere vender desde todos lados: brindarnos la ilusión de que nosotros estamos al mando y de que los enchaquetados y encorbatados están a nuestro servicio; tanto es así que, mira, se rebajan a sufrir el escarnio público de pedir perdón públicamente por sus errores, se arrodillan para que les ofrezcamos nuestra clemencia, que tanto les importa...

Y nosotros, más anchos que panchos, porque, como dijo Napoleón, «el perdón nos hace superiores a los que nos injurian». Ya, sólo hay un pero: únicamente piden ese perdón cuando alguien les ha pillado y ha descubierto la equivocación, cuando el motu propio -que debería ser el gran valor de pedir perdón- no existe ya, cuando lo que motiva todo es el encontrar una salida en un callejón que parece no tenerla... Eso, señor lector, es más una estrategia que una disculpa, como buscar una reconciliación rápida con la pareja para tener sexo.

Pero hay gente que va más allá, mucho más. Escribo estas líneas poco después de ver cómo en Andalucía Directo se vanaglorian de que su vídeo de disculpas por el fiasco de las uvas interruptus tiene ya no sé cuántos millones de visitas en YouTube.

No voy a entrar a juzgar el valor de la pieza ésa del carbón -aunque a mí ya me resulta sospechoso que cada vez se emplee más el humor como betadine; cosas de esta sociedad en la que ya no se solucionan problemas sino que se gestionan crisis- pero el recrearte en el éxito de tus disculpas es rizar el rizo de la egolatría. El perdón se ha convertido en la noticia, en la cosa importante en sí misma.