Nada más entrar una vitrina muestra las distintas clases de urnas para cenizas: de metal, madera, cerámica, cristal; con forma de corazón, ovaladas, rectangulares; grandes, pequeñas; negras, rojas, azules; lisas, ornamentadas con motivos florales. Uno las contempla y piensa en lo raro que es que en esos recipientes quepan, confundidas y abrazadas en el polvillo final en el que se han transformado, esas dos gigantes que son la vida y la muerte. La vida y la muerte de alguien nos parecen, mientras están ahí para conversar con nosotros o para pasear o para compartir una cena, inabarcables, infinitas, lejanas, invencibles. La vida nerviosa y veloz y la muerte paciente e impasible reducidas a una mínima y volátil sustancia gris que no impresionaría ni a un plumero ni a la brisa más tímida. Una mancha sobre el abrigo que puede eliminarse con un par de sacudidas de las palmas de las manos. Un poco de pelusa en un rincón que una escoba retira en dos o tres segundos.

Unos metros más adelante se abre la sala donde el cadáver y sus deudos y allegados esperan la ceremonia de despedida. En las paredes cuelgan unos cuadros macabros: un torso decapitado y sin brazos (se supone que reproduce una estatua romana), un capitel separado del edificio del que formaba parte y otras cosas así de indelicadas. Coronas de flores, el ataúd conteniendo a un finado de rostro dulce y sereno (lo único dulce y sereno, paradójicamente, de todo el lugar), cintas recordatorias (moradas, con frases tópicas) que ondulan de derecha a izquierda cuando les alcanza el aire acondicionado, una puerta encima de la cual un cartel rojo en relieve reza «no hay salida» (y esto parece una advertencia de carácter metafísico antes que una indicación sobre el plano para visitantes y trabajadores), abrigos caídos con desgana sobre reposabrazos o sobre el suelo, vasos de plástico, un par de larguísimos sofás de coherente polipiel gris ceniza, un armario entreabierto con perchas que tintinean sin causa aparente (uno intuye que fantasmas aburridos juguetean con ellas), bolsos soñadores. La gente habla, llora, se abraza, de vez en cuando ríe: si no fuera por el escenario aquello sonaría como el runrún de un bar, como la música cotidiana de una tienda o de un centro de trabajo.

En el restaurante del tanatorio la comida parece buscar clientes: no del restaurante sino del propio tanatorio. La ensaladilla tiene un regusto a crema bronceadora, el caldo de pollo a detergente y la carne con tomate le recuerda a uno, qué horror, los brazos y la cabeza que le faltan a esos cuadros de la sala número cuatro. Por lo menos el café sabrá a café, suspira uno, pero tampoco: el café sabe a achicoria poco cocida, a olla mal raspada después de un guiso que se haya quemado.

Después de haber sobrevivido a esa mezcolanza de atentados culinarios, uno se dirige a la capilla. Allí un sacerdote antiguo, de hablar fluido y afectuoso y nada rutinario, recuerda las virtudes del fallecido y lee algunos pasajes de la biblia pertinentes y discretos. Cuando finaliza el servicio religioso las personas se arremolinan a la salida y comienzan a despedirse. Polvo somos y en polvo nos convertiremos. Una gran verdad que no se desgasta con el paso de los siglos. Hoy lo sabemos un poco mejor, un poco más cerca. No deja de ser una alegría a pesar de tanta tristeza. Alegría, tristeza: también ellas acabarán en esas urnas cinerarias que vuelven a hablarnos del más acá y del más allá cuando salimos del tanatorio.