La vida en 4.200 caracteres o en 682 palabras con cuerpo doce. También se admite la intimidad pública en dos minutos frente a la cámara. Lo importante es contar lo vivo y lo caducado. Las cicatrices marcadas, las que ya no están, las ficciones inciertas, los insomnios, los sueños incinerados y las burbujas de los que todavía no han estallado. Es necesario haber cumplido esa edad de pronóstico reservado, en la que uno advierte sin miedo el sigilo cercano de cualquier fantasma. Y es imprescindible tener ganas de seducirle al futuro un par de bailes y ganarle alguna que otra buena mano de cartas. Una entidad bancaria premia el oficio de vivir.

Me lo cuenta Matías Stuber, un joven compañero al que le gusta firmar lo que la realidad tiene de emoción y de literario. Sus palabras se meten dentro de lo que narra. Esta vez ha sido el homenaje a un cartero centenario al que sus nietos animaron a presentarse a la segunda edición de Vida Activa. La ejemplaridad de su experiencia para otras personas, la emocionalidad con la que la transmite y su espíritu de superación han convencido al jurado. Este cordobés que nació en la angostura de un pueblo marcado por su nombre ha encontrado en Málaga el mejor paisaje para la memoria. Luz azul para las sombras y un mar al que narrarle. Manuel Corpas, a punto de sumarle un febrero más a sus cien años, también ha ganado porque en su actitud hacia la vida no hay rigor alguno de melancolía. Tampoco ganas de salir del laberinto en el que cada uno cruza sus caminos hacia el centro misterioso de sí mismo. Vivir así no siempre tiene premio. Lo habitual es ser sólo un sujeto con un verbo intransitivo y unos recuerdos ahorrados, más alguna confesión de última hora, que dejarle a los suyos en un par de charlas más a fondo e íntimas que las batallas que se sabe de memoria la memoria repetida.

¿Por qué nos empecinamos en dejar recuerdo de nuestro paso? Una casa, un libro, un árbol, un hijo en el que reconozcan nuestro apellido, los méritos o los rasgos de lo que fuimos. Incluso una historia clandestina con la que sacudir o colorear la fotografía de cómo nos vieron. ¿Nos lo exigimos nosotros o lo demandan los que se quedan? La vida se consume cada vez más rápido, sin valorar en su lectura los detalles. No hay tiempo para la caricia suave de una mano en el agua, para los silencios compatibles, para los argumentos, para el esfuerzo. La desmemoria todo lo domina y todo lo resetea. Aunque el que desaparezca nos deje despedidas tan hermosas como la de José Luis Alvite, en pelea con la muerte, escribiéndole a Carlos Herrera: «Ojalá puede volver a tu lado. Y si no vuelvo, por favor, piensa que fue solo porque me empeñé en el estúpido sueño de llegar por ferrocarril a una ciudad sin tren». Beber en el Savoy no será lo mismo sin la literatura de madrugada y de mala fama de este periodista que siempre escribió sobre almas de nueve largo.

Palabras como las suyas, al igual que otras que muerden a la realidad o saben en qué ala birlarle la música a la imaginación, se admiran y gustan un instante pero no se recuerdan. Un estudio de la Universidad de Cambrigde lo ha dejado claro. Nos arrepentimos demasiado, olvidamos mucho y recordamos poco. Avanzamos evaluando pero sin apenas detenernos en nada ni en nadie. El Me gusta de facebook lo representa bien. Un gesto veloz, efímero, que no equivale a un discurso expresivo. Y aunque puede revelar a quién se vota, el coeficiente intelectual, si se vive en pareja o la tendencia sexual, no hace ni suma memoria alguna.

La memoria no se lleva. En cambio el recuerdo tiene mercado. Sobre todo si se trata de un muerto por el que se siente un estrecho afecto. Hay empresas que anidan sus cenizas en un arrecife marino; otra las convierten en un disco de vinilo personificado con su voz o la música de su memoria sentimental, y está la que pone los restos quemados en una carcasa pirotécnica que se dispara al cielo, en un espacio abierto. Toda la vida abierta en palmera, lloviendo como estrellas fugaces de incandescentes colores. Pero la mejor es la que transforma 500 gramos de ceniza en carbono y grafito purificado a 60 atmósferas y 1.700 grados de temperatura para que, a las pocas semanas, la llama de lo humano sea un diamante certificado por el Instituto Gemológico de Suiza. En otro siglos era habitual guardar un gesto de cabello dentro de un camafeo colgado al cuello. Tal vez se ponga de moda lucir ahora un topacio o una gema y a solas besar el octaedro, el cubo o las 12 caras pentagonales, las 30 aristas y los 20 vértices del recuerdo.

Cenizas serán tus labios. Y tu vida 4.200 caracteres. Nunca contaré mi vida a una entidad financiera. Mi summa vitae que cada cual la recuerde como quiera.