He pensado estos días en lo conveniente, casi urgente, que sería volver a montar un clásico del teatro alemán del siglo de las Luces, Nathan el Sabio, de Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781), una de las grandes parábolas en torno a la tolerancia y contra el fanatismo religioso.

Llevada incluso al cine en los años veinte del siglo pasado, fue prohibida por el régimen nacionalsocialista, pero ha sido luego, y espero que siga siendo pese al menoscabo que sufren en todas partes los estudios de humanidades, un clásico de lectura obligatoria en los colegios alemanes.

Lo importante sería que esa obra ejemplar se montase en los barrios no sólo de las ciudades europeas de fuerte inmigración, sino también en las del mundo árabe. ¿Por qué no podría subvencionar los montajes por ejemplo la Unión Europea? ¿Qué mejor contribución al cada vez más necesario espíritu de convivencia?

Nathan, el personaje central de la obra de Lessing, es un sabio judío que vuelve de un viaje de negocios y cuya hija adoptiva ha sido salvada de la hoguera por un caballero templario, a quien Saladino - la acción sucede en Jerusalén durante la tercera cruzada- ha perdonado porque se parecía a su hermano.

Saladino atraviesa dificultades económicas y busca la forma de hacerse con la fortuna de Nathan poniendo a prueba su sabiduría. Le pregunta cuál es la religión verdadera. Si ése contesta, como espera, que la judaica, tendrá el pretexto que busca para confiscar sus bienes.

Nathan no cae, sin embargo, en la trampa, sino que le cuenta al poderoso sultán la parábola de los tres anillos, que es el elemento central de la obra, y lo único que nos interesa aquí.

Un padre está en posesión de un anillo mágico que se ha transmitido de generación en generación. El anillo convierte a su propietario en virtuoso a ojos de Dios y de los hombres.

El problema estriba en que el padre tiene tres hijos, a los que ama por igual y no quiere legar el anillo sólo a uno de ellos en perjuicio de los demás, por lo que acude a un joyero y le manda que fabrique dos réplicas exactamente iguales.

Muerto aquél, los hijos comienzan a pelearse entre ellos porque cada uno cree ser el poseedor del anillo auténtico y considera falsos los de sus hermanos.

Recurren entonces al arbitraje de un juez, quien les dice que a la luz del comportamiento que han mostrado los tres, no parece que ninguno de los anillos que llevan sea el verdadero, que tal vez éste se haya perdido.

Su consejo, sin embargo, es que se comporten en adelante como si cada uno de los anillos que recibieron de su difunto padre fuese el auténtico, y entonces verán cómo surtirá el efecto deseado.

La parábola convence de tal forma a Saladino que se hace amigo de Natán, y éste, generoso, le ofrece desinteresadamente el préstamo que el sultán necesitaba.

¿Hay mejor parábola que ésta sobre el relativismo de las religiones y la necesaria tolerancia?