De entre la sangre y las balas resurge con fuerza el mensaje que el terrorismo internacional trata de extender: el terror está ahí para usarlo si no nos gusta lo que vemos. Y, desde hace tiempo, al integrismo islámico no le gusta lo que ve en Occidente: lo de Palestina, las guerras de Iraq o Afganistán, la intervención en Siria o las tensiones por el programa de enriquecimiento de uranio de Irán son sólo excusas baratas del yihadismo extremista para buscar una confrontación clara con las democracias liberales a cuenta de la ofensa continua a sus símbolos religiosos. «Yo soy Charlie» es el grito al que se han aferrado periodistas y ciudadanos de todo el mundo para defender la sacrosanta libertad de expresión. Nada justifica la masacre de París y nadie, amparándose en una viñeta de Mahoma, puede defender una respuesta tan desproporcionada como la auspiciada por la rama yemení de Al Qaeda, por ahora la única que ha reivindicado el golpe.

Sin embargo, y dicho todo esto, tengo cada vez más claro que la libertad de expresión ha de tener límites aunque no me guste ponérselos. Ridiculizar a un icono religioso que es intocable para millones de musulmanes en todo el mundo, aunque se pase por el tapiz de la ironía, puede resultar una provocación; al igual que cuando se hace con iconos católicos, uno se pregunta por qué no se recurre a otros símbolos para hacer bromas, por qué hay que pisar estos sembrados tan sensibles con el fin de levantar ampollas entre extremistas y moderados.

Ahora, todos los gobiernos se pelean por ser los primeros en aprobar baterías legislativas que, en el fondo, restringen libertades básicas de los ciudadanos con el fin de reducir el umbral de inseguridad: se filian los datos de todos los que visitan un país, y se ha propuesto la barbaridad de que se puedan interceptar comunicaciones privadas entre ciudadanos sin control judicial. La caverna aprovecha cualquier crisis para mostrar su verdadera cara.

El terrorismo extremista de corte yihadista se resuelve con más seguridad, sí; pero también combinando una política exterior que resuelva los conflictos enquistados desde hace décadas, fomentando políticas de integración en las sociedades occidentales y librando también la batalla de la propaganda en los países en los que estos grupúsculos asesinos y criminales tienen cierto predicamento.

El sacrificio es un acto con larga tradición intelectual en las corrientes extremistas del Islam -desde la Edad Media, prácticamente-, por lo que su erradicación no depende sólo de más seguridad y menos libertad. También hacen falta sentido común y respeto.