Cádiz es una amante exigente y caprichosa, se da a quien quiere y como quiere. Llénala de promesas o adulaciones y te dará la espalda, ofrécele tu corazón y te despejará sus puentes para que sorbo a sorbo conozcas sus secretos. Son muchos los que la han descrito, los que la han glosado, pero nadie ha conseguido desvelar su misterio. Esto hace que la visites mil veces y mil veces la conozcas por primera vez.

Pocas ciudades tienen su propia banda sonora, y Cádiz suena a alegría, a la risa franca de una gente que cada febrero pone música a sus penas con un orgullo envidiable. Pero no se equivoquen, Cádiz no es sólo cachondeo. Saber afrontar la amargura con una sonrisa es un arte al que tienen acceso muy pocos elegidos y jamás debe confundirse con informalidad, o si no, que levante la mano quien sea capaz de expiar las culpas, propias y ajenas, con una crítica tan en carne viva que al unísono duela de sincera y ría por inteligente.

Desde Balbo el Mayor a Pemán se ha rebautizado a la ciudad de diversas maneras, sirena del océano, tacita de plata o Habana con más salero, apodos que en definitiva la visten y la transforman como el tipo de una agrupación, porque Cádiz es una gran dama con muchos disfraces y un solo antifaz, el de la libertad.

Una libertad mecida entre el levante y el poniente, ganada a golpe de pasodoble, una esquiva libertad reservada para quien se ha perdido en Cortadura para encontrarse en La Viña, porque solo quien a medio camino de esa búsqueda ha sido sorprendido por La Caleta y ha preguntado al inmortal Paco Alba por ese mar que su busto vigila, solo aquel que entre ola y ola le ha escuchado contestar que espera al vaporcito del Puerto para invitar a las ninfas a cruzar la Bahía, solo ese habrá merecido conocer la libertad gaditana.

Pero no todo lo sublime en Gades es tan etéreo e intangible. También es barra y sobremesa, pues tesoros como las ortiguillas de Casa Tino, el paté de cabracho de El Faro, los chicharrones del Manteca o los ostiones y erizos del mercado son estaciones obligatorias en ese vía crucis gastronómico que calle a calle, plaza a plaza, te llevará a cruzarte con Selu, Yuyu, Love, Vera Luque, Martínez Ares, Aragón, Libi, Pastrana, Bustelo, Pardo, Santander, Tovar y otros carnavaleros que cada año hacen al Falla mas Falla y a Cádiz mas Cádiz.

No importa si eres comparsista o chirigotero, si te llena la simplicidad del cuarteto o te enamora la grandiosidad del coro. Aunque no sepas distinguir un tango de un cuplé bastarán el punteo de una bandurria y tres oles para que no se te seque la yerbabuena, porque el Falla, ese templo de cuatro alturas erigido ladrillo a ladrillo que nace en el foso y muere en el paraíso es el único teatro del mundo donde, entre actuación y actuación, un espectador puede gritar «que viva mi puta madre» y que el público entregado premie su creatividad coreando a una sola voz «poeta, poeta, poeta». Puro ingenio gaditano.

Cádiz en general y el Falla en especial son estos días el epicentro de la libertad de expresión. Allí no reina la violencia ni se impone la sinrazón. Allí mandan las cuerdas de una guitarra, el tres por cuatro, la inspiración de un autor y la voz de un pueblo.

Cuando en España se promulga una ley mordaza y en Europa los radicales censuran la blasfemia con un atentado es cuando el carnaval levanta el telón con más fuerza para recordarte que el criterio, el albedrío, la crítica y la denuncia son derechos universales.

Porque cuando Cádiz calla su gente está creando, cuando Cádiz canta es la libertad quien está hablando.