Isa (así la llamaban siempre quienes la querían) murió en noviembre de 2013 a los 48 años, después de recorrer un largo camino lleno del amor de los suyos y del dolor provocado por la insensibilidad y la incompetencia médica. Isa tenía síndrome de Down. El interminable sufrimiento estuvo generado no por el síndrome sino por concepciones desfasadas y crueles sobre el mismo, por incomprensibles errores médicos y por la falta de sensibilidad de algunos profesionales de la salud. Hablo de algunos y algunas, claro está. Porque la generalización es un brutal ejercicio de injusticia.

Durante toda una tarde escuché el relato angustiado y a la vez vibrante de su hermana Ana. La herida sangra todavía, a pesar de haber pasado más de un año de la muerte de su hermana y de haber secado a fuerza de llanto el pozo de las lágrimas. Se quejaba con palabras certeras y a la vez exigentes. Con palabras duras y a la vez conmovedoras.

En ocasiones pienso que a mi hermana la asesinaron en los hospitales.

Tremenda acusación que la ha llevado a poner el asunto en manos de los tribunales. No será fácil probarlo, le digo, pero ella quiere que su causa se convierta en un grito de atención para que quienes tienen el síndrome de Down no sean tratados por algunas personas con descuido y con dureza. Para que los pacientes sean considerados y atendidos como personas necesitadas de soluciones clínicas y, a la vez, de afecto.

Los estereotipos y las concepciones retrógradas condicionan la práctica profesional. Me habla de un médico intensivista que le dice que él tiene una hija con discapacidad mental y que la tiene en casa, que no va a ningún centro de formación, ni de empleo, ni de ocio y que no haría jamás lo que Ana y su familia están haciendo con Isabel. Como si una persona con síndrome de Down tuviera menos derecho a vivir felizmente y a participar en la comunidad, como si su capacidad de sentir fuese menor, como si no mereciese los mismos esfuerzos que cualquier otra carente del síndrome.

Se han grabado a fuego en el alma de Ana (me imagino que también en las de sus familiares) algunas reacciones de profesionales de la medicina y de la enfermería que trataron a su querida Isa como si no hubiera subido todos los peldaños que llevan a un ser vivo a la condición humana.

Ha visto muchas actuaciones que delatan incompetencia y muchas actitudes rayanas en la insensibilidad. Y quiere que nadie más pase por esa situación. De ahí su denuncia y de ahí nuestra larga y conmovedora conversación.

Mencionaré someramente algunos hechos que me transmite Ana con una visible angustia y una rabia contenida. Después de diez años de un mal diagnóstico ante un aparente problema de cojera o hemiplejía (es muy cómodo recurrir al supuesto deterioro neurológico que padecen las personas con síndrome de Down), otro profesional le dice a la familia que no se explica cómo no han podido verlo, que se trataba de un diagnóstico sencillo, casi evidente, de «desplazamiento de la primera vértebra cervical, una luxación del atlas». ¿Quién le devuelve ahora el sufrimiento de esos años?

Posteriormente, después de varias operaciones, y como consecuencia de llevar un collarín cervical, se rompió el cóndilo de la mandíbula. Cirujanos maxilofaciales le plantearon la necesidad de hacer una ortodoncia para poder intervenir. La ortodoncia duró dos largos años, pasados los cuales resultó que ya era tarde para poder solucionar el problema.

Y una tercera: el 27 de septiembre de 2013, Isa entra en quirófano para que le sea instalada una válvula craneal a consecuencia de una meningitis (causada, al parecer, por otras negligencias que ahora no puedo explicitar por razones de espacio). A las dos horas de estar en quirófano «nos dicen, explica Ana, que no pueden intervenir a causa de una infección respiratoria en la que no habían reparado, a pesar de nuestras advertencias».

Me habla de operaciones fallidas, engaños estúpidos, actitudes pesimistas e insensibilidad crónica. No voy a entrar en detalles. Solo quiero con estas líneas hacerme eco del dolor de esta familia y rendir tributo a ese maravilloso ser que fue Isabel Gallego. Poner un poco de bálsamo en tantas heridas causadas por un ejercicio profesional deficiente.

No se trata de carencia de personal o de medios. Se trata de actitudes de poca sensibilidad. Se trata de una comunicación insuficiente y mala, se trata de un modo de proceder desprovisto de cuidado y de ternura. Se trata de una visión desafortunada y torpe sobre la psicología de una persona con síndrome de Down.

Cada paciente es un mundo. El ser humano no es una máquina que se ha averiado. Una persona con síndrome de Down no es un ser humano defectuoso. Los profesionales de la salud se habitúan a tratar con el dolor y con la muerte. Y no caen en la cuenta, por la deshumanización que produce la rutina, de que un gesto suyo, una mirada, una palabra (o su omisión) tienen un potencial destructivo o salvador. Es necesaria esta llamada de atención que les inste a considerar a cada enfermo como un ser único, incomparable e irrepetible. No hay enfermedades sino enfermos.

He trabajado mucho con tutores de MIR (Médicos Internos Residentes). He insistido siempre en esa parte de la medicina que frecuentemente se olvida. No hay medicina que cure lo que no cura la felicidad. El paciente necesita, cómo no, un profesional competente que diagnostique con rigor, informe con precisión y cure con eficacia. Pero el paciente necesita también a un profesional que le mire con afecto, que le explique con cuidado, que le atienda con respeto y sensibilidad, que le escuche con calma, y que le infunda esperanza. Y más (y no menos) si se trata de un paciente con síndrome de Down.

No se puede dejar a una paciente incomunicada, sin posibilidad de expresar si siente dolor o miedo, tristeza o angustia. Hay muchas formas de comunicarse. Los profesionales de la salud deberían conocerlas. O, al menos, dejarse aconsejar por la familia o por especialistas externos. Y ponerlas en práctica. Ana me muestra algunos intentos que hizo para explicar a los profesionales cómo se podía establecer la comunicación con su hermana, sometida durante muchos días a la inmovilidad de la cama hospitalaria y al silencio producido por la traqueotomía.

La familia ha tenido la sensación de que los médicos se creen dioses que tratan con mortales, cuya vida y muerte tienen en las manos. No les explican con claridad, no se acercan a ellos con humildad, no reconocen sus errores, no están atentos a sus reacciones, necesidades y demandas.

Le dolió especialmente a la familia que tirasen la toalla antes de tiempo, que aceptasen el final sin agotar todas las posibilidades. Y que, cuando a un miembro del equipo se le escapa que practicar una traqueotomía puede ser una solución y la familia se agarra a ella con toda sus fuerzas, es acusada de prolongar inútilmente el sufrimiento del ser querido.

Hace falta más ciencia y más conciencia. Hace falta más rigor y más cuidado. Hace falta más dedicación y más piedad. Si hubiera sido así, Isa y su familia lo hubieran agradecido con todas sus fuerzas.