Este año se cumple el centenario de "La metamorfosis" (también traducida como "La transformación"), esa breve novela infinita en la que Kafka, en apenas cien páginas, mina para siempre los valores del mundo pequeñoburgués del que formaba parte. El argumento es conocido: Gregorio Samsa es un joven viajante de comercio, del que dependen sus padres y una hermana, que amanece un día convertido en escarabajo o cucaracha, lo que le inhabilita de pronto, brutalmente, para la vida que estaba llevando hasta ese momento. Mientras aprende la condición de bicho repugnante (a usar sus patitas, a alimentarse de verduras en fase de putrefacción, a trepar por paredes y techo, a emitir chillidos agudos en vez de palabras) y desaprende la de persona virtuosa (la puntualidad, el orden, la limpieza) tanto él como los que le rodean se instalan en la extrañeza, en la incomprensión, en lo desacostumbrado, en el miedo. Expulsados sin previo aviso de su universo de inercias conceptuales, sentimentales y sociales, se ven abocados a mendigar migajas de realidad y casi a pedir permiso para seguir existiendo. Todos les esquivan (las criadas salen despavoridas, unos inquilinos resisten apenas unos días, su jefe está a punto de descalabrarse cuando huye escaleras abajo) y ellos no entienden lo que les está sucediendo.

A Gregorio Samsa, para hacer visible este despojamiento radical al que está sometido, le van quitando los muebles, algo que contempla indiferente hasta que le arrebatan también el escritorio, un espacio simbólico de libertad porque es ahí donde pueden nacer (en forma de novela, poema, tratado filosófico, obra de teatro, partitura, dibujo) esos productos de la fantasía y la inteligencia gracias a los cuales hacer frente a la opresión, la sinvida, la tristeza crónica, la alienación y el fracaso. Menos mal que le queda la música, que, a pesar de sus oídos deformados y su nueva emocionalidad de caparazón e inmundicias, continúa apreciando; y menos mal, sobre todo, que va haciéndose cargo de su nuevo lugar en el cosmos, en este caso del cosmos doméstico. Al final se sacrifica para que sus padres y hermana puedan tener una segunda oportunidad. Ese sacrificio es, en última instancia, el que asumen todos los creadores para que su crítica no sea sólo un pataleo en el aire y pueda orientar a los demás en su camino hacia horizontes genuinamente humanos.

Kafka hablaba de su tiempo, que estaba sojuzgado por principios éticos y sociales peligrosos y mezquinos, pero su mensaje sigue vigente. Porque nosotros también necesitamos que nos recuerden que vivimos presos de un feroz mercantilismo inhumano, que hemos dilapidado inmensas fortunas simbólicas y metafísicas, que le hemos robado varias dimensiones a lo esencial, que cada uno ha dejado de ser individuo de pleno derecho para pasar a ser la grasa del engranaje que nos usa y que, cuando dejamos de serle útiles, nos aplastará. Ni Gregorio Samsa ni nosotros nos hemos convertido en monstruos: es que ya lo somos, es que ya lo éramos desde el principio. Es por eso que toca intentar una metamorfosis (o transformación) al revés: regresar del insecto a la persona reinstaurando los reinos que nos pertenecen (el de la verdad, el de la solidaridad, el de la justicia, el de la igualdad, el del amor) por nacimiento.

Este centenario es una buena excusa para releer una de las cumbres de la literatura de todos los tiempos. Y para repensar los valores sobre los que estamos asentados. Eso, por supuesto, si es que no queremos seguir comiendo basura y siendo, en consecuencia, esa misma basura que comemos.