Decir, como parecen decir ahora todos, incluso los más directamente perjudicados por las políticas de austeridad que dictan Alemania y la Troika, equivale a decir que no hay alternativa al suicidio.

Y precisamente frente a eso se ha levantado el pueblo griego y con él sus nuevos dirigentes, convertidos ahora en blanco continuo de los ataques de quienes sólo esperan que se estrellen cuanto antes para ratificarse en la inevitabilidad de sus recetas.

Muchas veces se ha denunciado la primacía de la economía sobre la política en estos tiempos, pero habría que preguntarse si eso es exacto y si no se trata en realidad de decisiones estrictamente políticas puestas, eso sí, al servicio de unos intereses económicos muy concretos.

Un conocido economista italiano, Emiliano Brancaccio, co-autor de un libro titulado La austeridad es un desastre, habla, como su colega Paul Krugman, de un proceso de «mezzogiornifacazione» de los países de la periferia europea, en alusión al «mezzogiorno», el sur de Italia, su región menos industrializada, más miserable de ese país.

Ese proceso lo hemos visto sobre todo en Grecia con la espectacular caída de los salarios y su poder de compra, una disminución del gasto público de consecuencias desastrosas para la población, la pérdida de 800.000 puestos de trabajo en sólo cinco años y una deuda pública que ha aumentado en sólo cinco años un un 30 por ciento con respecto al PIB del país.

Pero afecta en mayor o menor medida a todos los periféricos, que perdieron más de seis millones de puestos de trabajo frente a los 2,2 millones que se crearon en Alemania entre 2007 y 2014.

Brancaccio por cierto no se hace demasiadas esperanzas sobre lo que pueda lograr el nuevo Gobierno de Syriza en las actuales circunstancias y señala que quienes toman las decisiones en Europa le ofrecerán al máximo una «austeridad ligeramente más mitigada», pero predice que el país seguirá «atenazado» por la austeridad.

El economista italiano cree incluso que, de seguir las cosas, como hasta ahora, el euro terminará implosionando, y el problema que puede plantearse es que si la izquierda no ha buscado una salida a tiempo, serán los partidos de ultraderecha como el Frente Nacional francés o la Lega Nord italiana quienes se lleven el gato al agua.

Partidos que como la Lega Nord proponen, por ejemplo, una «flat tax» -un impuesto único-, que no es sino un regalo para los ricos, critica Brancaccio, según el cual lo que ahora sucede en Grecia servirá al menos para aclarar las cosas: sobre todo si Europa prefiere «una Atenas roja» o un «París negro».

Otro economista italiano, Sergio De Nardis, del centro de estudios Nomisna, coincide en que la creación del euro ha beneficiado de modo extraordinario a Alemania en detrimento de sus socios.

Desde el nacimiento de la moneda única y «gracias a una política muy estricta de retribución de sus trabajadores, Alemania ha conseguido comprimir sus costos productos respecto a los de los países vecinos», señala De Nardis.

Si hubiese seguido con el marco, se habría producido necesariamente una revaluación de la moneda y los productos «made in Germany» habrían perdido competitividad frente a los franceses, italianos o españoles, señala De Nardis, que cifra en un 15,8 por ciento la ventaja competitiva obtenida por ese país en materia de precios entre 2000 y 2007.

El economista Athanasios Orphanides, exgobernador del Banco de Chipre y hoy profesor del Masachusetts Institute of Technology, cree que todo comenzó a torcerse cuando la canciller alemana, Angela Merkel, y el entonces presidentes francés, Nicolas Sarkozy, se reunieron en la ciudad balneario de Deauville en octubre de 2010.

En aquella ocasión ambos políticos, denuncia Orphanides, tomaron una decisión que iba a causar enorme daño a los países más frágiles de la moneda única, a quienes si quiera se consultó sino que sólo se los obligó a ratificar lo acordado.

Merkel y Sarkozy decidieron entonces que en el futuro si alguno de los países del euro tuviese problemas para devolver su deuda pública, los primeros en sufrir las consecuencias serían los inversores particulares, que tendrían que aceptar una quita, sin que los demás países acudiesen inmediatamente en apoyo de su socio.

Lo cual hizo que las inversiones acudiesen masivamente a los bonos alemanes, considerados el valor más seguro. El primer país perjudicado por aquella decisión fue Irlanda, pero luego seguirían otras víctimas como Portugal, Grecia o Chipre. Alemania tiene ciertamente de qué felicitarse.