La última vez que una chica me pidió una cita le dije nuevos amigos, nuevos dolores, de Mozart. La frase la busqué en internet y la solté bastante antes de comprender lo mucho que podía costarme la estupidez. Lejos de eso, respondió como si me conociera de toda la vida. Obvió que quería unas cervezas y me devolvió que si yo fuese Jeffrey Lebowski no podría firmar como J. T. porque no viviría de escribir ni escribiría de la vida ni de Alcatraz, pero al menos tendría el coraje de beberme el zumo de naranja del Aldi junto al estante de las lejías antes de pasar por caja y no pagarlo.

Ella tenía razón. El sabor de esa esencia merece el riesgo de jugársela en el súper. Y su pulpa, la disculpa a ese maldito dosificador que siempre te desparrama el néctar en la cara cuando succionas el cartón con los ojos perdidos en la ansiedad. Cien por cien de la huerta de Murcia, es el único jugo envasado que no sabe a gato. Palabra de Jeffrey en lo más profundo del Onda Pasadena.

Lo malo de apodarme el El nota es que no podría ser El peligro, aunque se trate de una disyuntiva poco concluyente. Ninguno de los dos seudónimos me libraría de la dictadura de los ganchitos de queso, las aceitunas rellenas y los acertijos fulleros de la hora de la siesta. O de las duchas frías mientras un hacker manipula impunemente el correo electrónico de los sucesos.

Lo peor de todo es que tampoco me enseñarían a despedirme, por mucho que digan que hacerlo suponga encarcelar recuerdos y ganar un trocito de libertad olvidada. Todo eso son cuentos, chuflas. Un adiós nunca regresa. Algunos dicen que se marcha para morir solo de pena y otros que zarpa feliz a medias buscando la otra mitad, cuando lo que está claro es que si se larga no vuelve ni la mirada. Se va como si siguiera el rastro de la memoria que un ángel le arranca en nombre del futuro de los puños del alma. A su manera, ensimismado y sin hacer ruido. Sin despedirse de nadie para no molestar y no olvidar a ninguno. Con la maleta vacía, el pecho cedido y tarareando una canción con la boca apretada. Sin haber pedido prestada nunca una lágrima y sin decir jamás dónde y cuánto duele la peor de las enfermedades que aún no se conocen. Pero con la sonrisa de supervivencia que siempre había dibujado a sus socias esperanza y soledad. Una mueca tan dulce que sólo puede significar una estremecedora dedicatoria.

Yo por eso soy de los hasta luego.