Sostiene el reputado urbanista Bernardo Secchi en su libro póstumo La ciudad de los ricos y la ciudad de los pobres que el fenómeno de la desigualdad empieza a afectar incluso al espacio disponible. Las clases de economía más endeble se amontonan en las colmenas edificadas en el extrarradio de las ciudades, a la vez que las pudientes tienden a encerrarse en sus propias urbanizaciones privadas. El fallecido Secchi se refería a América, naturalmente.

Son más de dieciséis millones de personas las que, solo en Estados Unidos, viven en esos condominios -«barrios cerrados» en Latinoamérica- que en opinión del urbanista son la negación de la ciudad. Secchi no hace, en realidad, otra cosa que trasladar al campo del urbanismo las teorías -tan en boga- de Thomas Piketty sobre la creciente inequidad de este mundo en el que los ricos lo son cada día más a la vez que los pobres ahondan en su miseria.

Esa tendencia bipolar hacia los extremos da lugar, en lo tocante a la vivienda, a una «injusticia espacial» fundada en el muy dispar nivel de ingresos de la población. Tanto esa así que la ciudad, originalmente concebida como un lugar de integración social y cultural, se ha convertido durante las tres o cuatro últimas décadas en una «potente máquina» de abolición de los derechos de las personas.

La causa de tal desdicha sería, en opinión de Secchi, la expansión ilimitada de las áreas urbanas sin otra regla de gobierno que la del mercado. Las leyes de la oferta y la demanda, tan útiles en otros ramos de la economía, degeneraron en especulación urbanística bajo el amparo de las autoridades, mayormente las municipales.

Alguna fe de eso puede dar España, país que aún está digiriendo -y no muy bien- el enorme empacho de ladrillo sufrido durante los años de oro de la burbuja inmobiliaria. A diferencia de lo que ocurre en la América de las urbanizaciones privadas, aquí no se trató tanto de desigualdad como de exceso. Se forraron, ciertamente, las grandes constructoras, los tiburones del hormigón y los concejales de Urbanismo; pero también hubo alpiste para los particulares que compraban y vendían pisos como en un juego del Monopoly a escala real.

La resaca de aquel festín es un paisaje de edificios en esqueleto y pisos vacíos que dejó, a mayores, una millonaria cosecha de parados contra la que los gobiernos tratan de luchar con más voluntad que tino. Paradójicamente, la crisis de la construcción ha igualado a casi todos los españoles en la desventura, a despecho de las teorías sobre la inequidad creciente.

Tampoco es muy de aplicación a España la tesis de Secchi que atribuye a la primacía de la inversión privada sobre la pública la causa de la «injusticia espacial» que aumenta las desigualdades entre ricos y pobres. Original en esto como en tantas otras cosas, este país se caracterizó precisamente por un desaforado -y a menudo innecesario- gasto público durante el largo espejismo del ladrillo. Ahí han quedado como testigos de aquel monumental desatino los aeropuertos sin aviones, los auditorios mustios por falta de público y las lustrosas aceras para disfrute de la multitud de desocupados que nos dejó la burbuja.

Comparadas con eso, las preocupaciones de Secchi por el papel desintegrador de las urbanizaciones privadas nos quedan un poco lejos, la verdad. Esto aún no es América, aunque a veces lo parezca.