Las decapitaciones de rehenes extranjeros, primero, y el si cabe todavía más cruel asesinato por el fuego de un piloto árabe, jordano por más señas, oportunamente enjaulado como una fiera, nos colocan ante el espectáculo de la barbarie en estado puro.

Estábamos demasiado acostumbrados desde la invasión de Irak a que nos mostraran en la pequeña pantalla las guerras de Oriente Próximo como un casi fascinante espectáculo de fuegos artificiales en medio de la noche.

Y ahora nos estremece ver por televisión esas imágenes de las nuevas víctimas del terrorismo yihadista, aunque oportunamente censuradas para que no hieran nuestra sensibilidad de civilizados occidentales.

Pero parecidos hechos bárbaros ocurren diariamente, sin que tomemos nota de ello, en unos países árabes convulsos desde que a Washington, a Londres, y luego también a París se les ocurrió que lo mejor que podía hacerse era derrocar a sus odiados dictadores -los que no eran de los nuestros- sin pensar en lo que podría ocurrir allí al día siguiente.

Y lo que sucedió fue, no la llegada de la democracia, hábil pretexto utilizado para aquellas intervenciones, sino el estallido de guerras fratricidas, a cual más feroz, entre grupos étnicos y facciones igualmente fanáticas de un Islam que parece no haber salido de la más oscura Edad Media.

Y ahora Jordania, ese país árabe que se apuntó a la alianza contra el Estado Islámico, ha querido vengar el cruel asesinato de su piloto con la ejecución de dos terroristas que tenía en su poder, uno de ellos mujer, mientras sus ciudadanos exigen más venganza, que se crucifique incluso a los yihadistas.

Es como si de pronto volviésemos no ya a la Edad Media, sino a los tiempos en los que imperaba la ley del talión, sólo que esta vez, gracias a las nuevas tecnologías, lo que sucede en esas tierras bíblicas se difunde inmediatamente como alarmante noticia o siniestra propaganda, según convenga, por todo el globo.

Y los gobernantes de las democracias occidentales y las dictaduras árabes como Egipto o esas monarquías feudales que, como la saudí, fomentan el yihadismo en todo el mundo hacen piña contra un terror que ahora amenaza con desbordarlos a todos.

Y nuestros políticos se preocupan y no encuentran explicación alguna al fenómeno de que jóvenes de origen árabe pero nacidos ya en países europeos, de la segunda o incluso tercera generación, sientan de pronto una malsana fascinación por la violencia más extrema de la propaganda yihadista.

Jóvenes muchas veces sin trabajo ni posibilidad de conseguirlo, que en algunos casos se dedicaban al trapicheo en los tristes barrios en los que transcurría su existencia, y que un día dejaron el alcohol, las drogas y las discotecas y creyeron ver finalmente la luz al escuchar a algún siniestro imán que les prometía el paraíso si se unían a ese combate en tierras que ellos antes nunca habían pisado.