Hace ya bastantes años me invitaron unos buenos amigos de Nueva York a cenar en el que era entonces uno de los restaurantes más apreciados de Manhattan: La Côte Basque. Cuando nos disponíamos a pedir nuestros platos, se produjo una discreta conmoción cerca de nuestro privilegiado rincón de la sala. Era obvio que el maître intentaba improvisar una mesa para cuatro personas que acababan de llegar. Era igualmente obvio que éstas no tenían reserva y el restaurante no tenía una sola mesa libre. La sugerencia de aquel maître en busca de un milagro fue aceptada por sus clientes. Poner una mesa en un lugar de paso absolutamente inapropiado en un restaurante de ese calibre, casi bloqueando la puerta de la cocina.

Para aquellas personas la situación era incluso divertida. Al fin y al cabo eran miembros de la aristocracia norteamericana. La que E.M. Forster había definido al decir que los que le fascinaban eran aquellos que actuaban en la vida como si fueran inmortales y como si la sociedad en la que ellos reinaban fuese algo eterno (Two cheeers for democracy, 1951). Simplemente deseaban probar las delicias de La Côte Basque. Incluso en una mesa improvisada y en un emplazamiento incómodo. La verdad es que no parecía importarles a los miembros de aquel cuarteto mágico que la suya no fuese una mesa mínimamente adecuada. Aunque entre ellos estuviese la dama más famosa de América, la viuda del presidente Kennedy, Jacqueline Bouvier de soltera. O la señora Onassis. Así se dirigía a ella el maître de La Côte Basque. Instalado en su mediterraneidad, Aristóteles Sócrates Onassis, príncipe consorte, parecía divertido con aquel pequeño episodio. Era obvio que navegaba por encima de todo aquello. Recuerdo una sonrisa hierática, algo cansada, dominando su rostro de máscara del teatro griego antiguo en el que los párpados, cubiertos por una pomada del mismo color de su piel luchaban por no cerrarse.

Mis amigos y yo nos planteamos la situación. Había que actuar rápido. Nuestro anfitrión, Malcolm Williams, el ilustre hotelero norteamericano, se levantó para ofrecerles nuestra mesa. La señora Kennedy intentó, utilizando el plural mayestático, rehusar el ofrecimiento. Malcolm tuvo una idea genial, muy propia del diplomático que había sido. Les dijo que tenía un problema: su invitado había llegado de España y el código de la tradicional caballerosidad hispánica me impediría permanecer en una mesa mejor situada que la de la señora que había sido la primera dama de América. Como verán, de antología la salida de este maestro. Tuvimos un buen premio: la sonrisa de la señora Kennedy (Onassis) aceptando finalmente nuestro ofrecimiento y sus «gracias» en español. La mesa que les estaba destinada era simplemente horrible. En estos tiempos deprimentes en los que vivimos, hemos visto a lo largo de la semana pasada a los «caudillejos» políticos (es palabra acuñada por el gran Félix Bayón) y sus aguerridos séquitos exhibiéndose, a pesar de la que está cayendo, por las salas de Fitur. Por eso, no deja de ser tonificante para el afligido espíritu el recurrir de vez en cuando a buenos y ejemplares recuerdos.