En este país de corruptos insaciables apenas pasa una semana sin que afloren nuevos pelotazos y produzcan las instrucciones en curso imputaciones judiciales por indicios de cohecho, prevaricación, apropiación indebida, estafa y todo el catálogo de la indignidad. Después de una operación policial inspirada en el cine negro norteamericano, fue llamada a declarar y después destituida una persona que ha sido clave en la nombradía cultural de España. Pasados días y semanas, todo lo que aparece probado en su contra es un posible error burocrático, nunca una irregularidad administrativa y menos un latrocinio. Me refiero a Helga Schmidt, a la sazón intendente del Palau de les Artes de Valencia, una de las comunidades españolas más gravemente ubicadas bajo el visor de la justicia por abusos polìticos de toda especie.

La señora Schmidt, uno de los grandes nombres europeos en la gestión de la cultura, aplaudida y admirada desde el día mismo en que alzó primer telon del Palau (octubre 2006) llevó este espacio, el renombre de Valencia y el prestigio de España a la muy restringida cabecera del primer circuito internacional de la ópera, con directores como Lorin Maazel y Zubin Mehta que nunca antes habían aceptado la titularidad de ningún ente español. Concibió ella con escenógrafos como Werner Herzog o La fura dels baus producciones de ópera que, tras marcar la vanguardia mundial del género, han sido imitadas pero nunca superadas. Administraba para ello los presupuestos aportados por la Generalidad valenciana. Todo el gasto del ambicioso proyecto tuvo la supervisión y gozó del placet oficiales. La especialmente grave incidencia de la crisis en esta autonomía, relacionada en parte con la rapiña, impuso restricciones del gasto -y de la misma remuneracion de la Intendente- que no menoscabaron la calidad gracias a la confianza de las grandes figuras en la probada categorìa profesional, las relaciones exteriores y el certero olfato artístico de Helga Schmidt, incansable descubridora de valores jóvenes que iniciaban en Valencia su ascenso al estrellato. En suma, estaba cumpliendo idóneamente el compromiso asumido con el gobierno autonómico.

Todos los implicados en la vida cultural del país nos hemos sentido orgullosos de Valencia y su Palau de les Arts, reivindicativo desde la máxima exigencia del nivel cimero en la producción escénica, así como en la orquesta y el coro propios como valores permanentes frente a las osilaciones globales de la gestión artistica. Ese orgullo ha trocado en verguenza por el trato innoble inferido a una inmensa profesional, con la única base probada -insisto- de su efímera presencia en una sociedad estéticamente incompatible con la función gestora pero éticamente irreprochable al no haber deducido ingresos ni ventajas personales de clase alguna. Tal pareció, en los días negros que culminaron con su destitución, que era instrumentalizada como chivo expiatorio de responsabilidades ajenas. Internacionalmente, el fiasco es descomunal. El maestro Mehta ha ratificado que no volverá al Palau hasta que la señora Schmidt reciba las satisfacciones que merece. En mi modesta condición de espectador y crítico, digo lo mismo. Quede la verguenza para quienes la trabajan.