El deseo mueve el mundo y las estrellas. El deseo es energía pura, cohesiva, imantadora: lo que mantiene unido lo que tiene que estar unido, lo que separa lo que tiene que estar separado. El deseo es la ley secreta que funda y hace caer las civilizaciones. El deseo nunca miente, aunque nosotros nos digamos y digamos muchas mentiras en su nombre, porque ahí donde aparece aparece al mismo tiempo la vida, lo vivo. El deseo pone brillo en los ojos, hidrata la piel, tensa la espalda, hace saltar el corazón, tonifica los músculos, acelera el pensamiento. El deseo es un manantial de buenas ideas, de buenos sentimientos, de recetas para chuparse los dedos, de poemas que se fugan de las páginas, de montañas escaladas, de sueños realizados. El deseo anima, empuja, inspira, enciende.

El deseo es todo eso y mucho más: lo que le da sentido al sentido, lo que pone en hora los relojes (y es que todos vamos retrasados o adelantados en relación a lo que somos y, por eso, traicionamos la felicidad, que consiste en ser puntual, en estar disponible a la hora exacta en que toca estar disponible), la piedra de toque de la verdad. Y sin embargo, casi todo lo que hacemos va contra el deseo, lo que nos acaba convirtiendo en seres indeseables, en la parte deleznable o no usada del deseo. Si no deseamos o si deseamos mal (a quien no, cuando no, lo que no, para lo que no) el deseo deja, en justa correspondencia, de desearnos, nos aparta de su lado, nos niega el pan y la sal, ya no nos invita a su mesa.

Desear o no desear, esa es el problema. Desear para construir o desear para destruir. Desear, como hacen muchos que están presos de la institución de la pareja cuando se lleva mal, para aprisionar al otro, para apoderarnos de él, o desear para que la libertad siga siendo libre y el amor siga siendo amor. Desear con generosidad o desear para hacer más fuerte el arraigado egoísmo del mundo. Desear para sentir mejor, para ser mejor y para pensar mejor o desear para dejar de sentir, para dejar de ser y para dejar de pensar.

El deseo tiene hoy por hoy todas las de perder porque lo que ocupa el centro de nuestras existencias (la política, la economía, las mayúsculas, la sociedad, el mismo arte contemporáneo) conspira contra él, está contra él, no quiere tener nada que ver con él. El deseo sólo es consentido en forma de mercado, de entretenimiento, de refuerzo indirecto de los distintos contratos que firmamos por cualquier motivo (matrimoniales, por ejemplo) los unos con los otros: deseo domesticado, industrializado, esquirol, desnaturalizado, superficial, mudo, esclavo, deslucido, aséptico, sin capacidad para provocar cambios o emociones genuinos, sin ganas, mecanizado, sin alma, sin instintos.

Vivimos en la era del fin del deseo. Una hecatombe de la que apenas se habla porque parece menos urgente que el cambio climático, que la crisis de la deuda, que la posibilidad de que un meteorito destruya la Tierra. Aún hay espacios y personas que, en una especie de clandestinidad caótica pero repleta de buenas intenciones, se dedican a cuidar de este enfermo grave que es el deseo. Gracias a ellos quizás podamos albergar una cierta esperanza de que el deseo resurja de sus cenizas y nos ayude a fundar una nueva época donde él vuelva a ser el centro y no uno de sus márgenes menos visitados (aunque nos hayan hipnotizado para creer lo contrario). Ojalá.