Ricardín era un encantador y algo alocado vecino de mi infancia, algo menor, que aquel día de los Inocentes bajaba de forma atropellada las escaleras de la casa. A dónde vas tan deprisa, Ricardín, pregunté y me dijo que a comprar en una tienda de artículos de broma un bombón indigesto, para una inocentada. Al volver a casa me encontré con un envoltorio de bombón en la escalera, y supe que Ricardín estaba en la cama con retortijones. Me acuerdo de esto al leer la historia del ladrón de Almería que envió a su hermano un selfie en el que aparece muy ufano, mostrando en la mano la pistola que utilizaba en los atracos. La policía identificó el móvil, que era robado, y tuvo así la prueba contra los dos, a uno por autor y a otro por encubridor. Hay inocentes tentaciones que resultan demasiado fuertes para resistirse a ellas, porque quien más quien menos al final todos somos como niños.