Cuando alguien duerme al raso del desahucio sus sueños son ciegos. La noche entra como una espesa luz negra y todo lo oscurece, todo lo silencia. Me lo dijo hace poco un tipo que dormía a la intemperie de su pobreza y de su alcoholismo. Bajo una palmera de la playa, en la esquina de un callejón de escaso tránsito, sobre un banco del paseo marítimo, abrigado con vino barriobajero y la costra de una manta con agrio olor a cuero. He aprendido a dormir como un cuerpo sin nadie para defenderme del frío, del hambre, del dolor que pese a los años duele dentro, donde también ulula el miedo y uno se sabe muerto. En los momentos en los que su mirada era sobria y su voz serena, hablaba con esas palabras. Culto, educado, sabio. Igual que el antiguo profesor de latín que perdió a su familia y a sí mismo en un accidente de tráfico. Como un hombre que dialoga con la desnudez de la vida con verbo directo, adjetivo seco y sujeto solo. Hace quince años que era una sombra nómada sobreviviendo. En las estaciones de metro, en los cajeros automáticos de guardia acristalada, en las periferias donde a veces hay un coche fantasma encallado en el asfalto, una corrupta obra abandonada, en los albergues -el tiempo suficiente para comer lo necesario y lavarse el ropaje de mugre-. Dos inviernos atrás desembarcó en nuestro clima mediterráneo. Le gustaba porque el frio es manso y no lo consumía tanto, porque la dureza de la noche que se cuela hasta el fondo la emborrona el mar que canta insomne, porque a veces alguien le dejaba, junto al bulto huérfano de su sombra, una lata de cerveza, un cartón de vino, un par de cigarrillos, algunas monedas. Pedro, sólo sé su nombre y el golpe feroz de su tragedia (al resto de su memoria le había perdido la cara, los nombres y las palabras), se sentía a salvo en el barrio donde los vecinos contribuían a su jornal de pobre al pie del supermercado o frente al viento azul de la playa. Pedro afirmaba que, a pesar de su no identidad, de su drama, de su alcoholismo y de su vida en escombros, cuando dormía sentían que estaba ejerciendo un acto de resistencia.

Un reciente informe de Cáritas, a destajo siempre a pie de lo real y sus tragedias, calcula que en España hay 40.000 personas sin hogar, de la que una gran parte duerme en la calle. Sobre todo en Barcelona, la única ciudad que admite haber contado sus habitantes a la deriva. Cada administración local usa criterios metodológicos diferentes en los recuentos y en la atención estructurada, aunque lo habitual es mirar a otro lado, porque consideran que la persona que está en la calle es la culpable de su situación y tiene una serie de estigmas, en lugar de preguntarse si son víctimas del sistema. Tampoco se salva la sociedad. No encontrar de bruces con la pobreza, con vagabundos, parados, personas no rentables en el paisaje cotidiano, es lo que cuenta. A la conciencia y a la moral actual le gusta la hipocresía de la higiene. Prefiere reflejarse en los escaparates del consumo antes que ver desahucios humanos.

A Pedro se le infartó la derrota y el corazón automático el pretérito jueves. No supo, como tampoco lo sabe ninguno de los excluidos, que existe un tipo que lleva años durmiendo a solas en el suelo de diferentes paraísos. Bajo Los fusilamientos del dos de mayo de Goya en el Prado, mientras en un video un motorista recorre temerario los pasillos del museo; como un espectro nazarí en la sala de Dos Hermanas de La Alhambra; igual que si fuese una encuadernada isla dentro de la Biblioteca del Palacio Nacional de Ajuda en Lisboa, a la que rodean hermosos atlas de navegantes portugueses del siglo XVI; enmarcado por el silencio vacío del pabellón de Ifema donde se celebra Arco. Y hace unas semanas en el Museo de Arte Contemporáneo Gas Natural Fenosa de La Coruña junto a doce personas a las que Eugenio Ampudia invitó a participar en Dónde dormir. Una okupación-performance que forma parte de la exposición. Una corriente de aire donde también puede verse un video con un cúmulo de nubes en el interior de la Biblioteca Nacional. En su trayectoria, este innovador artista ha expedido certificados que refrendan su contemplación del Guernica o Las Meninas; y envolvió en un incendio virtual el edificio Metrópolis de la madrileña Gran Vía inspirándose en el Manifiesto Futurista. También tiene instalaciones como La verdad es una excusa, en la que los exiliados de la Guerra Civil regresan a nuestro país cruzando la frontera francesa, y Evacuad Madrid denunciando el actual exilio provocado por la crisis y en el que los vecinos de la capital huyen por la Puerta de Alcalá. Con sus obras crítica la mercantilización artística, relaciona el acto de dormir con el adormecimiento del mundo del arte, a consecuencia de la crisis, y reivindica el sueño como la utopía que nos mantiene y nos obliga a adoptar una posición política similar al movimiento 15-M o el Ocuppy Wall Street.

Me gustaría que Pedro y Eugenio Ampudia se hubiesen conocido. No habrían podido pernoctar juntos en el Museo de Mosul para salvar el valioso patrimonio persa de la violenta locura del terrorismo yihadista que desafía a Occidente. Tal vez si lo hubiesen hecho en el anfiteatro de Mérida donde la política pretende vender el alma de la cultura al dinero esponsor de un partido de pádel. Lo mismo que cambiaron la Puerta del Sol por la estación Vodafone. Quién sabe si también podrían haber compartido la noche previa en los espacios donde los partidos vociferan sus promesas electorales para convencer los aplausos de los suyos. Al hacerlo nos estarían advirtiendo del peligro de que la publicidad y la política nos conviertan en seres patrocinados por la mentira.

Al menos a mi me han despertado. Ambos me han enseñado que los sueños son un acto de resistencia.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com