Mediaba la tarde. Yo merodeaba por el supermercado buscando algo que quizás no necesitase demasiado, una de esas cosas que se nos antojan a quienes de pronto disponemos de unas monedas de más para derrocharlas en un capricho pasajero.

Desemboqué aburrido en la cola de la caja. En los supermercados, cuando hay pocos clientes, siempre tenemos que esperar mucho para que nos cobren, es algo absurdo, pero axiomático. Al cabo esto no tiene mucha importancia. Iba todo esto a aclarar que el azar nos puso en fila a aquel hombre y a mí. Ya de una primera mirada se veía que el tipo no era eso que los bancos y las compañías aseguradoras llaman «una persona solvente». La camisa que vestía cualquiera de nosotros la hubiese jubilado hace quince años, gastadísima por todas partes, sobre todo en el cuello y los puños, un puro hilacho. El pantalón era de la misma camada. Los zapatos estaban, voy a permitirme la broma negra, para el arrastre. Sin embargo al hombre le revestía una dignidad obrera, esforzada, de pobreza decorosa. El acento le delataba como venido de la otra orilla del Mediterráneo, de ese Magreb que dista de nosotros menos de cien kilómetros y más de medio milenio.

El hombre había comprado tres piezas de pan de esas que venden a bajo precio, y nada más. Bueno, sólo una cosa más. Tardé un rato en ver que en la mano llevaba, con todo el cuidado del mundo, un huevo de chocolate.

Aquella tarde un crío no sabría de la pobreza, o la olvidaría por un rato. Aquella tarde un chiquillo, o tal vez una chiquilla (a la edad de los ángeles es verdad que no tienen sexo) sería feliz con una golosina que, posiblemente, su padre apenas podía costearle. Y supe que yo, en su lugar, en sus circunstancias, forastero y paupérrimo en un paraíso que no lo es, hubiese hecho exactamente lo mismo, hubiese invertido mis últimas monedas en un huevo de chocolate para mi niña. Y supe que entre ese hombre y yo no había tanta distancia, que el abismo del idioma, de la fe, de las creencias, de la cuenta corriente, es siempre salvable cuando hablamos de la ternura de un hombre hacia su hijo, del cálido y grato sacrificio de gastar lo poco que nos queda en verle una sonrisa.

Me sentí hermano de ese hombre porque soy padre como él y quiero a mi hija como él quiere a los suyos, tanto como para que si queda solo una moneda, una última, capitalista, sucia, violenta y absurda moneda, sería para comprarle unos minutos de felicidad, el rato que durase el chocolate y el juguete que levemente envuelve.

Tal vez sea esa la hermandad de la que hablaba ese a quien pasean estos días rodeado de tambores, cornetas, militares y riqueza, pero va envuelto en un estruendo tan grande que no hay quien le escuche.