No soy devoto, lamentablemente ni siquiera creyente, pero la Semana Santa es un acontecimiento que relativiza tanto las cosas que ha terminado por resultarme atractivo: está bien que, durante unos días, uno se sienta poco asunto, redimensionado por la muchedumbre o directamente empequeñecido por las monumentales tallas. Sin embargo, esto tan saludable viene con notables inconvenientes y molestias que la mayoría de las veces prefiero experimentar estas sensaciones frente a un televisor, viendo una de las múltiples retransmisiones que estos días componen al cien por cien la parrilla de las televisiones locales. Y entonces compruebo cómo ha cambiado la forma en que nos acercamos audiovisualmente a las procesiones: el avance tecnológico y la pérdida del (¿excesivo?) respeto a las cosas que suele comportar ha significado que estos días veamos los cristos y los vírgenes en travellings hasta hace no tanto imposibles o en casi primerísimos planos que a veces a uno le incomodan (recordemos que esto sigue yendo de un señor que muere y de su madre que lo llora); las cámaras se mueven de una manera tan aparentemente libre, tan autónoma (tan curiosa, tan despreocupada, tan humana) que, comparadas con aquellos planos estáticos, infinitos de las realizaciones de la prehistoria televisiva, ofrecen una espectacularidad lograda pero, finalmente, algo vacía.

La culminación de todo esto llegará (y seguro que llegará) con la aplicación de los drones a la retransmisión de la Semana Santa. Entonces, desde arriba, el Dios que dicen todo lo ve tendrá su mirada nublada por un enjambre de aparatos que nos espiarán con nuestro permiso; en realidad, Dios contemplará la forma en la que nos vemos. Y seguiremos siendo las hormigas que ha visto siempre, sólo que ahora seremos hormigas vanidosas. Porque el ser humano se ha convertido en su propio gran y único talento; la capacidad de crear belleza que tenía y que consideraba ennoblecía su existencia se encuentra ahora absolutamente agotada, ni al servicio de una idea o fe pero tampoco al servicio de sí mismo; el ser humano de hoy prefiere concentrar sus esfuerzos en analizarse y observarse de manera obsesiva, ofreciéndose múltiples e improbables imágenes de sí mismo, llevando al paroxismo aquello de Protágoras: el hombre ya no es la medida de todas las cosas, el hombre es, directamente, todas las cosas. Y ha convertido el mundo en uno de esos laberintos de espejos de los circos antiguos.

Numerosos estudios psicológicos han demostrado que la gente es más agradable con los demás cuando sabe que está siendo observada, sobre todo, matizan, cuando creen que alguien tiene el poder de castigarlos por sus transgresiones incluso, o sobre todo, cuando han muerto. Y ese "alguien" a partir de ahora seremos nosotros, arte y parte, vigilante y vigilado, y los ángeles se convertirán en esos ingenios no tripulados que controlamos como si fuéramos niños fascinados por la simple idea de que algo haga lo que nosotros le decimos que haga. Recuerdo una pintada que vi una vez en un muro: "Dios nos observa siempre, así que lo menos que podemos hacer es ofrecerle un buen espectáculo". Los drones, y por encima de ellos los satélites, han encapsulado nuestro mundo, nuestras vidas, la han cerrado a la posibilidad de una mirada que no sea otra que la nuestra, obligándonos a ofrecernos un buen espectáculo a nosotros mismos.