La lavadora piensa en voz alta. Mientras nosotros comemos, fregamos, conversamos, pasamos la fregona o miramos por la ventana, la lavadora elabora, meticulosa, pensamientos de detergente y suavizante, de pantalones y toallas, de braguitas y camisetas de tirantes. Piensa voz alta sin importarle que podamos descifrar sus silogismos giratorios, sin considerar siquiera la posibilidad de que queramos apoderarnos de ellos y hacerlos pasar por nuestros. Los suyos son pensamientos desinteresados, universales, sin el peso de un ego, renuentes a dejarse encerrar en un tratado. Pensamientos lentos que parecen sestear, ensimismarse, unas veces; pensamientos acelerados que simulan un enfado o una pasión que, de hecho, no sienten, no pueden ni desean sentir, otras. Puro pensar sin ideas porque las ruedas dentadas de las ideas acaban destrozando el alma humana. Puro pensar lo concreto porque las abstracciones nos expulsan de lo real y nos transforman en marionetas de lo inexistente, de lo inútil, de lo descorazonador. Puro pensar lo pensable porque lo impensable nos usa para enriquecerse vendiéndonos a la nada, a la tristeza, al desasosiego, al error y a la soledad.

La lavadora piensa lana, piensa, algodón, piensa hilos, piensa colores, piensa suciedades, piensa agua, piensa aire caliente, piensa a distintas revoluciones por minuto, piensa bailando sobre las baldosa de la cocina o del fregadero. Lo hace, humilde, tímida, desde un rincón, apartada del resto de muebles y sucesos prestigiosos de una casa. Lo hace sin llamar la atención, aunque en ocasiones parece que se enfurruña, que exige enfadada nuestra presencia. La lavadora filosofa sin pretender hacer filosofía, y eso es en sí una gran lección que nadie debería perderse. No hace falta ir a la Universidad, frecuentar genios de la argumentación y del matiz, fatigar textos de letra menuda, viajar al otro lado del mundo para familiarizarse con doctrinas esotéricas, adentrarse en los peligrosos laberintos de nuestra cabeza: para saber lo que ha de saberse (esas pocas cosas esenciales que conducen a la serenidad y a la alegría), basta con introducir en el tambor de una lavadora sábanas, camisas, calcetines, calzoncillos, pañuelos o medias, cerrarlo, rellenar las cajetillas de los jabones, elegir el programa correcto y sentarse con los ojos entrecerrados a escuchar cómo va elaborando pensamientos limpios que, una vez alcanzado el punto de adhesión y de concentración correctos, también limpian nuestros propios pensamientos, nuestra vida entera.

La lavadora piensa ropa y piensa la creación. Ella nunca lo expresaría así, claro, ya que su función es demasiado sencilla para eso (eliminar manchas de barro o de vino, por ejemplo), pero es lo que uno aprende si atiende desde dentro esos pensamientos en voz alta que se le escapan como sin querer. Como hija lejana que sigue siendo del arroyo y del sol y de las manos que retuercen prendas y las golpean contra las piedras de una orilla (algo que ocurre todavía en muchas partes del planeta), una simple lavadora es capaz de descifrar las claves de la existencia porque su mecanismo de tornillos, piezas de metal y motores se entiende bien con el mecanismo cósmico que hace girar los planetas, enciende y apaga las estrellas y diseña la coreografía de las mareas. No vive en una cueva del Himalaya como ciertos sabios secretos, no dicta lecciones en el aula de ninguna facultad ni se anuncia en las revistas de autoayuda y, sin embargo, tiene madera de gurú. Pero la lavadora piensa en voz alta donde no la escuchamos, donde no podemos aprender de ella. La desoímos, la desdeñamos, la relegamos al cuarto más feo y oscuro. Qué gran oportunidad perdida.