Es una epidemia, ¿qué digo yo?, una auténtica pandemia digital a la que asistimos de unos años a esta parte. Uno no puede subir al autobús, tomar el metro o sentarse en una terraza sin ver cómo todos los que están a su alrededor -da igual la edad- teclean compulsivamente sus teléfonos móviles sin percatarse de lo que ocurre a su alrededor.

Muchos de ellos están simplemente jugando; otros escriben tweets o consultan los que les envían sus amigos; hay quienes se hacen el enésimo selfie con el teléfono para enviarlo inmediatamente por Whatsapp o Facebook. Las parejas están muchas veces enfrascadas, cada cual a lo suyo y sin hablarse, en esas conversaciones a distancia.

Hay como una necesidad imperiosa de consultar constantemente el móvil para ver si ha llegado algún mensaje. Hay que estar continuamente en contacto. No se puede esperar a llegar a casa o la oficina. En el tren o el restaurante se busca un enchufe si uno se ha quedado sin batería. Todo debe ser inmediato. Imposible desconectar aunque sólo sea un momento.

Continuamente se inventan nuevas aplicaciones para cualquier cosa, y hay muchos que han ganado millones de esa forma. La cuestión es tenernos enganchados en todo momento. Enganchados, perfectamente localizados y además expuestos al bombardeo incesante de la publicidad. Pues de eso sobre todo se trata.

Según algunos estudios, muchos consultan su teléfono inteligente un centenar y medio de veces al día. Hay quienes confiesan que no pueden ir a dormir sin haberlo hecho y que es también lo primero que hacen al levantarse. Muchos pasan horas enteras conectados al teléfono, a la "tablet" o al ordenador personal.

No es de extrañar que hayan comenzado a presentarse en muchos de esos usuarios de la tecnología digital síntomas que pueden ir desde el insomnio o la hipertensión hasta los ataques de pánico, los trastornos de la memoria o la falta de concentración. Esa que algunos llaman «hiperconexión» tiene que ver con una sensación de vacío interior, que hace que el individuo tenga necesidad continua de estímulos. Es una huida de la reflexión, del propio yo.

Como señala el psiquiatra italiano Eugenio Borna, detrás de esa tecnología que ocupa «todos nuestros territorios» mentales, no hay sino «la negativa a ver que nuestro tiempo interior se ha vuelto insignificante, es un desierto».

«El hecho de vivir en la superficie nos produce la ilusión de omnipotencia. Mas por esa ilusión hemos vendido el alma», afirma Borna, que trata de todo eso en su libro Il tempo e la vita (Feltrinelli).

Como no podía ser menos, han aparecido ya aplicaciones para desconectar como la bautizada «app Freedom» (libertad en inglés), que cuesta diez dólares en Estados Unidos y que ha tenido más de medio millón de descargas.

Pero hay otras como Cold Turkey, que se ofrece a cambio de una donación facultativa de tipo benéfico ya que en un 90 por ciento se dedica a tratamientos contra la malaria.

También se han organizado días nacionales de la desconexión (nationaldayofunplugging.com) para dar un respiro momentáneo a esos adictos incapaces de la más mínima autonomía. En Estados Unidos se han publicado también algunos libros de autoayuda sobre el particular como el titulado Digital Diet (Dieta Digital), de Daniel Sieberg, que se ha convertido allí rápidamente en best-seller.

Y en algunos países europeos hay hoteles y centros de vacaciones que ofrecen estancias especiales a quienes desean librarse al menos unos días de la intoxicación tecnológica y que en algunos casos incluyen la ayuda de un psicólogo.

Aunque muchos, entre ellos el antes citado Borgna, consideran que se trata de falsos remedios, de un simple fenómeno de moda, porque la solución tiene que encontrarla cada uno en su fuero interno.

«Para hacer frente a los furores de la tecnología no basta desconectar. Es preciso un pensamiento fuerte, educar en la profundidad» si queremos liberarnos de esa esa dependencia, afirma el psiquiatra italiano.