Hoy termina la Semana Santa. Nótese como en los artículos de opinión también damos noticias. El mundo se divide en dos: los que dividen el mundo en dos y los que dejan a la gente en paz. Salvo en Semana Santa, donde el mundo se divide entre cofrades y no cofrades. Queremos decir, entre aficionados y no aficionados a la Semana Santa en su manifestación religiosa. Entre estos últimos hay varias subespecies, pero tenemos catalogadas, fundamentalmente, luego de un estudio científico de años basado en la observancia, a varias: el que huye a la playa, el que huye al campo, el que hace su vida con normalidad porque nunca pasa por el recorrido oficial, el que se recluye en casa y el que se autoconvence de que ir al Centro es una experiencia horrorosa teniendo en cuenta la muchedumbre que lo tiene tomado. Como todos sabemos, éste en realidad está tieso. Se autoconvence por no tener dinero para vermutear, comer limones cascarúos, gambas y boquerones, que es por cierto a lo que algunos cofrades -con dinero- se dedican cuando bajan también al Centro luego de la sagrada y mística contemplación de los tronos. Se autoconvence pero en realidad le gustaría estar en la bulla. Suele ser este, también por experiencia propia, eh, alguien que, no obstante, ha intentado algún año eso de echarse a la calle y la noche, el gentío y los tronos sin duro alguno en el bolsillo ni billetes en el coleto. Se pasa fatal, claro. Dónde se ha visto no beberse un Fanta o un algo con semejante tentación en forma de locales hosteleros que jalonan el Centro histórico, todo él una enorme gran superficie de restaurantes, botillerías, casas de comida, cervecerías, ambigúes, gastrobares, asadores o despachos de papas fritas. El que se queda en casa puede tener la sensación de que es el único que no lo está pasando bien. Pero eso pasa mucho desde que existen las redes sociales. Y no sólo en Semana Santa. Abres el Twitter un domingo y es asombrosa la cantidad de gente que come paella, que además lo hace de buen humor y que encima está rodeado de muchos amigos. En un gran restaurante. Y no se les quema el arroz nunca, oyes. Uno mira la despensa, mira los planes y, como está en casa, puede sentirse desgraciado pese a tener jamón, una botella de Beronia y un libro de Caballero Bonald. O sea, esa estúpida y humana sensación de no estar nunca a gusto donde uno está. Uno se alegra de la felicidad ajena pero no puede evitar ante la masiva muestra de ésta una cierta sensación de estar ante no pocas imposturas. Paradoja: siendo uno también aficionado a exhibir, como moderación, eso sí, los momentos felices. Para compartir penas ya están los tristes. O esos a los que no les gusta la Semana Santa, pero tampoco el fútbol, ni los toros, ni las buenas novelas, ni las series. Ni las paellas. Y no son frailes. El mundo se divide en dos, y siempre ha sido así: los que están disfrutando y los que están jodidos. Lo indignante es la cantidad de gente que no se entera de en qué bando está.