Se quejaba el otro día mi colega Miguel Ángel Aguilar en una de sus columnas semanales del secretismo que rodea, al menos por parte española, las negociaciones con Estados Unidos para la revisión del convenio bilateral de defensa.

Y se lamentaba al mismo tiempo de que un asunto que afecta directamente a nuestra soberanía nacional, por cesiones que hayamos hecho de la misma en otros terrenos como el económico, no parezca importar a quien debería: es decir, a los ciudadanos y a sus representantes.

Aguilar sabe de lo que habla porque se interesó por las negociaciones que todavía bajo el gobierno socialista de Felipe González llevó a cabo el diplomático Máximo Cajal con la superpotencia para modificar unas relaciones que habían sido casi de vasallaje durante el franquismo.

Fueron negociaciones muy difíciles las de aquel Convenio de Amistad y Cooperación, y recuerdo que Estados Unidos envió entonces como embajador a Reginald Bartholomew, que había resuelto con éxito para Washington el asunto de sus bases militares en Grecia, otro país salido de la dictadura, en su caso la de los coroneles.

Años después, la Casa Blanca y el Pentágono nos eligieron, junto a las excomunistas Polonia y Rumanía y algún otro país como Turquía, para instalar aquí, concretamente en Rota, parte de su sistema antimisiles, cuya utilidad no ha estado nunca clara, pues no se sabe bien de quién se pretende protegernos.

Se habló en su día de la lejanísima Corea del Norte -¡puro disparate!-, pero también del mucho más próximo Irán de los ayatolas, ese mismo país con el que Washington quiere firmar ahora la paz nuclear, que ya no pertenece al Eje del Mal y se ha convertido en clave para resolver el inextricable conflicto de Oriente Próximo, si es que hay alguna manera de resolverlo.

Con independencia de lo que ocurra en esa convulsa región, en la que Irán y sus aliados, por un lado, y Arabia Saudí y sus socios árabes, por otro, luchan por la supremacía regional con el Estado Islámico por medio, a España va a tocarle seguramente un papel de apoyo logístico a través de las bases que llaman «de utilización conjunta».

Se entiende que, aprovechando una mayoría absoluta cada vez más en entredicho, el Gobierno del Partido Popular busque el secretismo de las conversaciones con Washington, pero el resto de los partidos, sobre todo los que no tienen ningún compromiso con el pasado, deberían suscitar un gran debate abierto sobre la posible merma de nuestra soberanía.

Se dirá que poco queda ya de ella cuando estamos metidos en una OTAN de la que, siendo realistas, difícilmente vamos a poder salirnos, pero se supone que la Alianza Atlántica es una organización de gobiernos democráticos y eso es justamente lo que toca demostrar con hechos.

Argumentará también el Gobierno que es un asunto complejo que no puede tratarse sin los necesarios conocimientos y menos con demagogia, pero deberíamos responderle que no hay asunto, por complicado que sea, sobre el que no puedan ni deban pronunciarse unos ciudadanos bien informados: es la base misma de la democracia.

Algo parecido ocurre por cierto con el Tratado Transatlántico de libre comercio e inversiones, que se nos vende desde Bruselas o Washington como la forma de dar un enorme impulso al comercio entre las dos orillas del Atlántico, pero que puede suponer igualmente una merma de la soberanía nacional en beneficio, sobre todo, de las grandes multinacionales.

Es un tema de amplio debate en otros países, como Alemania, pero aquí seguimos hablando del último gol de Messi o de Ronaldo. Es lo único que al parecer importa.