Desde mi balcón se contempla el monte San Antón envuelto por nubes, brumas y algo parecido a la lluvia. Como casi a diario ocurre en mi patria chica. Porque, aunque les cueste creerlo yo nací en Galicia. Hija, nieta, tataranieta y muchas generaciones más, de andaluces y ceutíes, y, miren por dónde, a mi padre lo destinan a Galicia y permanecieron allí el tiempo suficiente para que mis hermanos, cuando no tenían nada que hacer, me llamaran «gallega». Y no es que me importara haber nacido en esa bonita tierra, es que ellos lo usaban para agredirme de palabra, que no de hecho. Oír «cuidadito, muchachos que a la niña no se le puede pegar». Me ofendía en lo más profundo de mi cuerpo. Llegué a pensar que había nacido con algún defecto que yo no acertaba a descubrir, de tal manera que un día le pregunté a ella: «Mami, ¿por qué los niños no me pueden pegar? Ellos se pegan y tú no les dices nada». Ella me cogió en brazos y me dijo: «Porque eres una mujer, prenda». Y yo, horrorizada le pregunté: «¿Y eso es malo?». «No, mi vida, pero como ellos son más fuertes que nosotras hay que acostumbrarlos, desde niños, a que respeten a los más débiles y ellos, como son así lo asumen». «Entonces -le pregunté- mami, ¿los hombres son tontitos?». «No, hija, no pienses eso, ellos son, como son, distintos». Aquello me tranquilizó, pero cuando ellos intentaban darme un cosco yo me erguía y les gritaba: «Distintos, que sois unos distintos». Mi venganza.

Y cambiando de tema les comunico que «la crisis ha pasado». Sí, y no es que lo haya dicho mi paisano Rajoy, no, es que esta semana me han llegado cuatro convocatorias de concursos literarios. La señal. Si un ayuntamiento puede desprenderse de un puñado de euros para fortalecer la cultura de su pueblo es que no tiene otro sitio en donde gastárselo. Lo juro.