Unas personas son como bolsos y otras son como fuentes. Las fuentes solo saben dar, los bolsos solo sirven para recoger. En un entorno desértico no abundan las fuentes. Por eso da gusto encontrarse con personas como Manuel Santos, farmacéutico de la Plaza Nueva de Granada. Manuel es una fuente. Te sorprende y te agrada ver que hay gente que confía en los demás sin necesidad de acreditación alguna. Si todos fuésemos como este hombre, el mundo sería mucho mejor. Por eso le dedico estas líneas.

No es una persona joven, por lo que se le ha de suponer una experiencia variopinta que, por lo visto, no le ha destrozado la inocencia original. Estoy seguro de que habrá sufrido, como los demás humanos, desengaños y frustraciones. Pero a él no le han destruido el sentimiento de confianza en sus semejantes. Es decir, que su corazón es más grande que sus desengaños.

Explicaré por qué digo todo esto. El día de Jueves Santo visité con unos amigos alemanes la hermosa ciudad de Granada. Después de una prolongada visita a la Alhambra, nos acercamos al centro de la ciudad. Tenía necesidad de comprar una caja de pastillas y me acerqué a una farmacia que estaba abierta. Era una hermosa farmacia, pequeña y antigua. Saqué mi receta y enseguida reparó en que no figuraba en ella, como es preceptivo, mi número de afiliación a la Seguridad Social. Consecuentemente, recogí la receta diciendo:

No se preocupe, señor, mañana compraré mis pastillas en Málaga.

No, por favor, me dijo Manuel, yo le daré sus pastillas ahora y usted me llama desde Málaga por teléfono y me dice cuál es su número de afiliación. De momento guardo aquí la receta hasta completar los datos.

Me quedé boquiabierto. El farmacéutico no me conocía de nada. Y yo no le pedí que me despachase mis pastillas ni le hablé de urgencia alguna. Hubiera visto lógica una negativa. Su afabilidad y su credulidad me parecieron admirables. Un proceder propio de una fuente: llegas, bebes gratuitamente y te vas.

Ya sé que es un gesto pequeño, ya sé que se trata de un detalle insignificante, pero está uno tan acostumbrado a la desconfianza que le llama la atención. Podía haber pensado que yo no llamaría o que le quería engañar para conseguir un medicamento a bajo precio. Podía perder el teléfono que me había dado para llamar. Podía, en definitiva, abusar de su confianza. Pero el buen hombre confió en mí. Pensó que yo iba a cumplir mi palabra. Sin ningún justificante, sin media pregunta. Ya sé que se trataba de una cantidad pequeña pero, precisamente por eso, podría haberme dicho que comprase en Málaga mis pastillas. No sé qué hubiera pasado de no llamar, probablemente él hubiera tenido que poner de su bolsillo la diferencia.

Llamé al día siguiente, como era justo y lógico. Pregunté por él. Y ese día no trabajaba, razón por la cual no le pude agradecer de nuevo su gesto. Atendió mi llamada una compañera y recibió mi número de afiliación y mi agradecimiento por la actitud de su colega. No se suele fallar ante una señal de confianza como ésta. Pero, claro, no siempre sucede lo justo y lo racional. De ahí que crezca la desconfianza.

Quiero aprovechar esta sencilla anécdota para hacer algunas reflexiones sobre la desconfianza. Pienso que, desgraciadamente, crece sin cesar. Unas veces porque se ha vivido o se ha oído una mala experiencia. Alguien se fio de otra personas y tuvo que arrepentirse porque esa persona falló. Otras veces por una actitud desmedida de prudencia, de modo que, si eres una persona que confía en los demás, eres tachado de ingenuo.

Vas a un hotel y te piden una tarjeta bancaria como si te fueses a ir sin pagar. Está bien. Hubo alguien que en otro momento lo hizo pero, ¿por qué tienen que pagar justos por pecadores? Lo he dicho algunas veces en los hoteles que me exigen la tarjeta al hacer el registro:

- ¿Qué les he hecho yo para que desconfíen de mí?

Si ves a alguien en la carretera haciendo autostop, lo suyo es seguir adelante sin detenerse o, incluso, pisar un poco el acelerador. El autoestopista puede ser un delincuente. Y, si alguien se ofrece a llevarte, no debes subir al coche porque el conductor puede ser un ladrón o un asesino. Claro que han sucedido cosas terribles, pero hay que desmontar ese clima de recelo mutuo.

Cada vez hay más cámaras de vigilancia en las calles, cada vez hay más aparatos de detección de objetos robados en las tiendas. Cada vez se incrementan las medidas de seguridad. Lo sensato es desconfiar. Lo correcto es sospechar que el otro nos quiere hacer daño. Todos, por definición, somos sospechosos. Mientras no acreditemos la bondad, somos malos. Con frecuencia se nos advierte en los aeropuertos de que no dejemos de vigilar los objetos de nuestra pertenencia. Nos recuerdan sin cesar que estamos rodeados de ladrones.

Recuerdo que, en el año que viví en Irlanda, no vi rejas en las ventanas de las casas. Desde la calle se podía observar el interior de las viviendas. En nuestro país casi no se concibe un blindaje de rejas, puertas con seguros, carteles que anuncian que la casa está protegida por sistemas diversos. La inseguridad es un negocio.

En muchos pueblos, las puertas de las casas permanecían abiertas durante el día y la noche. Hoy no es casi imaginable. ¿Por qué decimos que estamos progresando tanto? O, mejor dicho, ¿a qué llamamos progreso?

De partida, el otro es malo hasta que se demuestre lo contrario, en lugar de pensar que el otro es bueno, por definición, mientras no se demuestre lo contrario.

Se sigue educando en la desconfianza. Se repiten advertencias cada vez más insistentes: «no recibas nada de desconocidos», «no hables con ellos», «no te fíes de nadie», «ten cuidado con quien se acerca a ti», «no te vayas con nadie que no conozcas», «los chicos pretenden aprovecharse de ti»€

Qué decir de los estereotipos de raza, género, procedencia, aspecto€ Si es un gitano, te puede robar; si es una mujer, te puede seducir; si es un hombre, te puede maltratar; si es un negro, te puede hacer daño; si es un gallego, te puede engañar; si es una persona mal vestida, te puede extorsionar; si es africano, te puede contagiar€ Hay que aprender a desconfiar para poder sobrevivir en un mundo en el que un semejante es un enemigo, un ladrón, un asesino, un pervertido, un raptor, un terrorista... Piensa mal y acertarás, dice el tantas veces mezquino refranero español. Y en otra sentencia, de parecida filosofía, dice: Por la caridad entró la peste.

En un mundo así, da gusto encontrarse con personas como Manuel Santos, farmacéutico de la Plaza Nueva de Granada. Estoy seguro de que su pequeño gesto fue fruto de una forma de ser, de una actitud bondadosa, de un hábito generado a través de muchas acciones y, en definitiva, de una forma de relación positiva con los demás. Ojalá hubiese en Granada y en el mundo muchas personas como él. No sé si llegarán alguna vez estas líneas a sus manos. Si así fuere, quiero que las entienda como una humilde forma de felicitación y de gratitud.