Durante el mes de marzo se ha incrementado el número de afiliaciones a la seguridad social en 160.579. Los mayores incrementos se han producido en la hostelería y en la construcción.

Si nos fijamos en los contratos suscritos durante ese mes, los indefinidos son solamente el 10 por ciento del total; de ellos, el 56,80 por ciento lo son a tiempo completo y el 41,20 por ciento a tiempo parcial. Por tanto, el 90 por ciento de las contrataciones en marzo han sido con carácter temporal, y muchos de ellos (más del 30 por ciento) además de temporales son a tiempo parcial.

El presidente del gobierno dice que está muy «contento»; sinceramente no lo entiendo. Es verdad que hay más de 160.000 personas que estarán mejor que paradas, pero son muchísimas más las que continúan entre enfadadas y deprimidas. La satisfacción del presidente, paradójicamente, se enmarca en la reproducción del modelo que nos ha conducido al desastre: la construcción y el turismo como motor de crecimiento. Pero ahora con una precariedad laboral muy superior y con un aumento del PIB todavía muy incipiente. Necesitamos más empleo, pero duradero y de calidad; eso es a lo que aspira un país moderno. ¿Es mejor eso que nada? Me siento incapaz de contestar.

La política de recortes no solamente ha reducido la calidad de los servicios públicos, sino que, además, dificulta notablemente el impulso a nuevas actividades, generadoras de mayor valor añadido. La disminución del gasto en educación, investigación y desarrollo, la ausencia de política industrial o de políticas activas de empleo, no permiten avanzar en la dirección correcta. Las reformas estructurales son necesarias, por supuesto, pero no las que practica el gobierno, potenciadoras de un modelo de competitividad obsoleto, basado en salarios bajos, en empleo precario y en un aumento de la economía sumergida.

El impacto de las medidas que ha venido adoptando el gobierno ha puesto de manifiesto su inutilidad para solucionar las debilidades estructurales de la economía española y, al tiempo, han ido sumando nuevos problemas, aumentando el paro de larga duración, incrementando las desigualdades y sumiendo en la pobreza a un elevado número de ciudadanos, lo que es particularmente preocupante cuando se trata de pobreza infantil. Además, en términos de modelo social, tales políticas han venido debilitando el estado del bienestar y los derechos asociados al mismo, lo que ha obligado a que la parte más solidaria de la sociedad se haya visto impulsada a robustecer acciones impropias de un estado avanzado, como la asunción de las cargas sociales en el ámbito familiar o la caridad.

Es posible que, como manifiesta, el presidente del gobierno esté muy «contento» y por ello les dice «a los suyos» que, para ganar las elecciones, deben persistir en transmitir las bondades de su gestión económica, pero lo cierto es que después de casi ocho años de crisis económica, la sociedad española todavía vive una situación dramática y de futuro incierto.

España debería alejarse de un modelo basado en precios y salarios bajos, a todas luces insuficiente; antes al contrario, debe diseñar una nueva pauta de desarrollo, que apueste por una industria de valor añadido, capaz de competir en el escenario internacional.

Tenemos problemas a corto plazo que requieren de un cambio de orientación en las políticas de la UEM; más allá de la política monetaria puesta en práctica tardíamente, se necesita un impulso fiscal, con más gasto de los países ahorradores y un enfoque de consolidación más flexible.

Pero las medidas a corto plazo no resolverán los problemas estructurales y éstos son los que condicionan el potencial de nuestra economía, por lo que resultan imprescindibles reformas orientadas a un cambio de modelo, que genere un crecimiento sostenible.

Progresar en la dirección adecuada exige mejoras en tres aspectos: capital humano, capacidad innovadora y calidad de nuestro sistema institucional.

Si además tenemos en cuenta que es el sector privado de la economía el que absorbe la mayor parte de la producción y del empleo, concluiremos que es imprescindible que nuestras empresas mejoren, aumentando su competitividad y su capacidad para enfrentarse a la competencia internacional. Ello requiere que se incremente su dimensión, pero, sobre todo, que profesionalicen su dirección, mejoren su organización, inviertan en capital humano y se orienten al exterior.

Las mejores compañías son las que cuentan con equipos humanos preparados y comprometidos, capaces de gestionar de la forma más eficiente. Tanto el sector público como el privado tienen que priorizar la inversión en capital humano. El sector público debe mantener un gasto significativo en los distintos niveles educativos, promover e incentivar la investigación. Las empresas deben formar permanentemente a sus empleados.

Sabemos que con la investigación básica no es suficiente; lo que determina su impacto en la economía es la capacidad de innovar; aquí nuestro potencial de mejora es infinito.

No podemos olvidarnos de la calidad de nuestro sector público y de las regulaciones que emanan del mismo. En este campo las posibilidades de mejora son también muy elevadas. Incrementar la competitividad de la economía requiere que las instituciones mejoren su funcionamiento: en el ámbito de la eficiencia, en el de la transparencia y en el de la rendición de cuentas, así como que incentiven la competencia, eliminando barreras.

Además, es imprescindible erradicar la corrupción, primero porque es degradante e inadmisible, pero también porque eliminarla es una condición necesaria para generar confianza. Para eliminar la corrupción, más allá de las normas, es esencial tener una inquebrantable voluntad política de castigar severamente «a los propios» y apartarles, al margen de posibles procesos judiciales. Muchos casos de corrupción no se han atajado a tiempo porque, por una u otra razón, equivocada en cualquier caso, se ha estimado que «destapar el hecho perjudica al partido». Grave error.

Por último, pero no por ello menos importante, el sector público tiene que garantizar la igualdad de oportunidades y luchar contra la desigualdad, la exclusión y la pobreza.

Señor presidente, estas son las reformas estructurales que realmente necesita esta sociedad para convertirse en un país moderno.

*Juan Antonio Gisbert es economista