En las paredes se destilan sombras herrumbrosas, restos de sudor y de polvo, escalas supurantes, como adormecidas por el tiempo en una lenta e insoportable emanación. A nadie se le ocurriría observar sus paredes desconchadas, la sobriedad de rancho de las celdas, y pensar en una promesa de parque multijuegos, a excepción de una de esas concejales a las que c0n frecuencia elige el alcalde, que en su última visita, para espanto de los fotógrafos que la acompañaban, reparó con indisimulada alegría en lo bien que quedarían los barrotes y jergones pintados con espray verde y con un premeditado toque de explosión vintage. En la antigua prisión provincial de Málaga se ha torturado a cientos de personas durante varias décadas del pasado siglo, lo que, en términos de historia, es casi como decir ayer. Padres tuberculosos con hijos desnutridos, jóvenes condenados a muerte, estudiantes encerrados en cuartillos por policías siniestros y brutales que entendían por toda mayéutica el casticismo del golpe y de la lengua de gorila, con esa mezcla de palabras sulfurosas y profusión de genitales que durante años constituyó en España el devocionario del patriota, el estilo bronco y desalmado de ser español. Hace menos de un lustro, mientras cubría para el periódico las exhumaciones del cementerio de San Rafael, un hijo de fusilado me hablaba de las pesadillas que todavía tiene con la cárcel y con el sonido del timbre de su casa, a la que más de una vez llamaron entre ruidos de escopetas agentes de la Guardia Civil. La prisión de Humilladero es para miles de familias de Málaga la última visión entrecortada de sus padres y sus abuelos, el tránsito a veces precipitado desde los sonidos de la guerra a esa morgue rehabilitada y marcada por el oprobio y las miserias del hombre que será para siempre el antiguo camposanto, uno de los principales campos de exterminio de la represión. En cualquier país civilizado, semejante hoja de servicio bastaría para reclutar la protección de las administraciones y no su titubeo indolente, entreverado con proyectos teledirigidos de supuesta creación juvenil. El Ayuntamiento, irreprochable con San Rafael, debería tomar nota de experiencias como las de Chile y Dublín. Hay una responsabilidad histórica y museística: la de no hacer el cateto ni el insensible. Ahora, que es tiempo de pedir.