La cosa más sorprendente que me ha pasado en un museo fue hace unos años, una mañana de julio en que París ardía en un calor para el que no tiene costumbre. El Musée d´Orsay me pareció aquel día más acogedor que nunca, como si su vieja alma de estación de trenes no hubiese perdido la costumbre de dejar correr el viento. Era fresco y limpio y amable aquel museo como suelen serlo los lugares civilizados, y por allí andaba yo vagando como quien sueña, absorto y despreocupado, cuando recalé en una sala delicadamente colmada de asombros. Ante las Danseuses Bleues de Edgar Degas empecé a entender la dulzura. Y de repente una voz, como un gruñido: «¿te imaginas cuánto vale todo lo que hay aquí?».

Jamás, al entrar en un museo, me pregunté cuánto dinero habría costado llenarlo. Sí, muchas veces, cuánto talento había sido necesario acumular. Seguramente ahí está la diferencia, en que unas personas ven valor y otras simplemente precio. Y probablemente sean estas últimas, las que nada más ven el precio de las cosas, quienes han determinado que los vigilantes de sala de los recién inaugurados Centro Pompidou y Museo Estatal de Arte Ruso cobren un mísero salario bruto de cinco euros la hora, que con los descuentos correspondientes no alcanza ni para tomarse un café en el bar del propio museo.

Muchas veces, he de confesarlo, he sentido envidia de algunos vigilantes de museo. Se me ocurren muchísimas cosas peores en las que emplear mi tiempo que pasarlo en aquella sala de la National Gallery de Londres donde sufrí un ataque agudo del «Síndrome de Stendahl» al darme de bruces con siete Van Gogh, o ante la Puerta del Mercado de Mileto en el berlinés Museo de Pérgamo. Siempre pensé que hacer aquel trabajo era una suerte, no un modo severo de esclavitud. Pagar cinco euros brutos la hora (menos de seiscientos sesenta euros mensuales brutos) a personas a quienes se exige un nivel cultural alto, conocimientos de al menos dos idiomas extranjeros, uno de ellos necesariamente el inglés, y estudios de turismo o historia del arte, debería avergonzar a alguien, al menos a quien decidió invertir ocho millones de euros anuales en el mantenimiento y explotación de estos dos centros y luego se olvidó de que quienes los vigilan y los cuidan tienen que comer.

Así están las cosas en el mundo. Mandan los del precio y para ellos el capital humano es barato, simple calderilla que manejar con soltura. En el arte siempre hubo mucha miseria y finalmente ha acabado habiendo mucho miserable, lo cual no es más que la consecuencia lógica de permitir que maneje material sensible gente con unas manazas hechas nada más que para contar monedas.