Hay dos cosas en este país que no dejan nunca de sorprenderle a uno: la primera es la amplia sonrisa que siempre exhiben ante los periodistas los políticos que acuden a algún juzgado a dar cuenta del hecho delictivo que se les imputa.

Ocurre por cierto también en Italia, otro país de gran corrupción y falta de controles. Es como si la cosa no fuera con ellos o como si estuvieran seguros de que, aunque los afectara de lleno, cuentan con suficientes medios económicos y resortes jurídicos para salir finalmente airosos.

La segunda son los selfies -para utilizar la palabra de moda- que se hacen igual de sonrientes muchos ciudadanos junto a políticos de los que se sospecha que, o bien son ellos mismos corruptos, o ampararon desde el poder graves casos de corrupción.

Ha habido, por lo menos hasta ahora porque parece que afortunadamente las cosas empiezan a cambiar un poco, un ambiente de general impunidad que explicaba tales comportamientos.

Era como si la pequeña corrupción, la cotidiana, ésa que el poeta italiano Pier Paolo Pasolini llamaba «humilde corrupción», hubiese hecho mella en buena parte de la ciudadanía, que se mostraba así dispuesta a tolerarlo todo.

Ahora, cuando han saltado a la palestra nuevos partidos y parece que los ciudadanos comienzan a reaccionar y hacerse oír, los responsables de ese estado de cosas tratan de convencernos de que había en el cesto sólo alguna que otra manzana podrida aunque se ha sabido extraer de allí a tiempo para que no contaminara a las otras.

Pero no es verdad. Podemos hablar aquí de un modelo económico, un modelo de rapiña que los mismos que lo han aplicado o tolerado en casa reprochan duramente a quienes lo practican en otros países que tachan de menos democráticos que el nuestro.

Es lo que muchos llaman «un capitalismo de amiguetes», consistente en la colocación al frente de buena parte del patrimonio empresarial e industrial del país a amigos políticos y la conversión en lucrativos oligopolios privados lo que eran antes monopolios públicos.

Nos han tratado además de vender como «milagro español» un modelo económico que se basaba fundamentalmente en una disparatada fiebre constructora que sólo ha servido para destruir el paisaje de modo irremediable a cambio de un beneficio inmediato para promotores inmobiliarios y sus corruptos padrinos.

Y, como si aquí no hubiera pasado nada, ahora vuelve a acogerse con júbilo la reanudación de esa misma actividad cuando lo que habría que hacer sería destruir lo ilegalmente construido y restaurar y conservar todo lo que, siendo legal, se está arruinando poco a poco debido al abandono.

Y mientras ocurre todo eso, se decide sacrificar en el altar a algún político que fue en su día referente, pero que, tras sus sucesivos escándalos, era ya imposible de salvar, y ello con el único objetivo de demostrarles a los ciudadanos que la justicia es igual para todos.

Y, sin embargo, diariamente vemos cómo personas sobre las que penden las más graves sospechas pueden viajar libremente al extranjero y dejan que sus bien remunerados equipos de abogados se ocupen de dar largas a sus procesos judiciales en la esperanza de que algún defecto de forma o el tiempo transcurrido sirvan para desactivarlo o para considerar el delito como prescrito.