Cual es la edad para hacer locuras? ¿A partir de cuántos años debe uno convertirse en una persona seria y de provecho? Que alguien me responda porque no lo tengo claro, pero aún ando mosqueada desde que el otro día en una revista leí que a partir de cierta edad quedan terminantemente prohibidas desde la minifalda hasta los tirantes, desde los festivales de rock hasta los pasteles de nata, desde el maquillaje excesivo a la falta de maquillaje. Mi madre es la primera que me dice que ya no tengo edad para comer chocolate sin control y una de mis primas asegura que estar en un bar a partir de cierta hora resulta patético si sois un par de mujeres de medio siglo. Hasta lo del nombre es ofensivo. Pasamos de treintañeras a cuarentonas, con lo mal que suena lo segundo. Pues no. Yo he decidido seguir haciendo locuras de vez en cuando hasta que el cuerpo aguante y alguien me acompañe, porque ponerte a bailar sola en medio del trabajo el «Fire» de Bruce Springsteen es muy triste, pero si sois tres los que de pronto os levantáis de la silla, es la leche. Vienen estas divagaciones a cuenta del deseo que en ocasiones he expresado en los últimos años de hacerme un tatuaje sólo para encontrarme con miradas de incomprensión y conmiseración de mis hijos que a estas alturas me dan por amortizada en todo lo que no sea transformarme poco a poco en una abuelita venerable. ¿Un tatuaje a tu edad? „te sueltan„ para a continuación decirte que no te pega nada, ya con tus cincuenta y pico. Lo malo es que lo asumes y tú misma te descubres mirando el tatuaje que se ha hecho tu hija en el antebrazo o el del tobillo de tu sobrina pensando que si tú fueras joven te pondrías una mariposa en la espalda pero sabiendo que jamás lo harás. ¿No...? Entonces te encuentras un día con tu pareja, que anda tan deseosa de aumentar sus endorfinas como tú, en una terraza bajo el sol un sábado por la tarde después de una comida en un chiringuito frente al mar, con un par de mojitos con sombrillitas de colores mientras suena la Chica de Ipanema en el bar viendo pasar ingleses dibujados hasta el cuello. «¿Y si nos hacemos nosotros uno?» „te suelta el otro„ Y en quince minutos te ves delante del tatuador, de tu edad, por cierto, sin decidirte entre la mariposa de frente o de lado. Ahora, cada vez que me veo la espalda en el espejo, me río recordando cómo corrimos para llegar a la tienda de tatuajes antes de que cerrara y cómo ignoramos luego las miradas de estupefacción de los retoños. ¿Quién dice que no tenemos edad? Da igual para qué. Vamos a bailar, cantar y reírnos a carcajadas al menos una vez al día mientra podamos. Hacer el ridículo no debe ser sólo un privilegio de la juventud.