Escribir es un oficio rebelde. Siempre se práctica a la contra. Aunque se trate de evadirse de los límites de lo real y de fabricar mejores mundos escénicos para la imaginación, de comediar la vida -risa, sarcasmo, caricatura-, o de recrear aventuras en las que reconocer la memoria frente al olvido. Y sobre todo si se escribe para ejercer la integridad inútil de combatir las injusticias y agresiones de la realidad. Lo que el pasado jueves, en Alcalá, Juan Goytisolo llamó cervantear. Es cierto que las palabras son gratis pero también lo es que en ocasiones se paga un precio cuando se eligen en alto aquellas más contundentes, más reivindicativas, más sociales. Saben los escritores, y los que aún leen más allá y más a fondo, que las palabras pueden ser agentes dobles entre la política y la economía, figuras retóricas del periodismo y lo académico, romances fronterizos y cuentas de colores de la cultura popular, apuntes del natural, contra historias, y marcas del camino. Todas me son afines, aunque me interesan más las que el lenguaje y la literatura convierten en antídotos frente a los venenos de la condición humana y las mordeduras de la vida; en hilos de Ariadna para salir con vida de la batalla contra los Minotauros; en femmes nue a las que seducirle su misterio. Y especialmente las palabras que son limas de piedra donde forjar la piel de todas las demás, voz de los indefensos y gesto poético de la conciencia. Eso significa cervantear.

El término que Juan Goytisolo convirtió en la espoleta de una granada. Muy parecida a la que el fantástico ilustrador Óscar Sanmartin creó con el teclado de escribir para la portada de mi último libro, y en la que pueden leerse las letras Wert como esquirlas de metralla a punto de explosionar en el aire. Sólo había que ver su cara durante el discurso del autor de Las virtudes del pájaro solitario aludiendo al paisaje después de la batalla: crisis económica, política y social, desempleo, precariedad, corrupción, exilio profesional de los jóvenes, y ese más del 20% de los niños de la marca España viviendo bajo el umbral de la pobreza. Tampoco obvió la pretensión de comercializar turísticamente con los huesos de su venerado Cervantes, entre otros obuses. Diez minutos de lucidez en su firmeza y en su coherencia. Juan Goytisolo en estado puro, a la llana y sin rodeos. El hombre independiente y heterodoxo entre la multitud de académicos, señorías y novelistas que, en su mayoría forman parte de una sociedad silenciosa y silenciada, distinguiendo entre los escritores que conciben su tarea como una carrera y quienes la viven como una adicción.

Nadie quedó a salvo de la elección de sus palabras directas, secas, pensadas, libres fuera y dentro de cualquier coto vedado, en batalla contra todos los reinos de taifas. Las que siempre ha usado sin que le importase pagar el peaje de ser definido como un escritor corrosivo, provocador, incluso autista. Las mismas con las que ha construido una obra reconocida con el Cervantes y que el jueves molestaron a literatos y a políticos. Muchos de los cuáles además de no aplaudirle no han dejado de atacar en estos días a quien, desde la publicación en 1966 de Señas de Identidad, representa la mirada más crítica sobre los patriotismos de lo español, con solventes argumentos y continuando la tradición de la forma de pensar de su admirado Blanco White, exiliado y condenado durante años al ostracismo por sus contemporáneos.

Lo sucedido en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá y en estos días de resaca es un eco de la columna del pasado domingo en la que hablaba del valor de los intelectuales incómodos como los fallecidos Grass y Galeano. Y de nuevo, sin pretender defender al excelente escritor exiliado de aquí y de allá, reitero que la literatura no tiene obligación de ser políticamente correcta, de estar adscrita a alguna ideología ni de ser complaciente con la moda editorial o académica del momento. La literatura no puede acotarse ni constreñirse. Su ejercicio, sus horizontes, su finalidad, corresponden a cada autor y su responsabilidad. Puede ser un juego de manos, un mañana efímero, una isla, una carajicomedia, un producto mediático. Pero la que importa, la que trasciende, es la que presenta aspectos de la realidad de otra manera que no percibiríamos, la que nos alerta y busca lectores en lugar de consumidores. El escritor es un traductor de lo que sucede, de lo que otros no ven a pesar de ser evidente, que construye espejos del ser humano y de la sociedad para devolverle a su época una imagen sin máscaras, muchas veces cruda y dolorosa, que contribuya a acercarse a la verdad o al menos a debatirla.

Desde el Yo acuso de Émile Zola, la novela con la que se granjeó grandes enemistades, apuesto por los escritores comprometidos. Igual que Reinaldo Arenas al que nunca le interesó ser vendible ni ser popular; que Patrick Modiano que irrumpió en el panorama narrativo de su país en 1968 con una trilogía sobre la ocupación alemana de Francia: un tabú y una memoria falsificada; que Houellebecq que ha traspasado todos los límites de lo literario para convertirse en un personaje público, molesto e inquietante; que Muñoz Molina, Rafael Chirbes, Marta Sanz, Ricardo Menéndez Salmón, Belén Gopegui o Isaac Rosa, decididos a asomarse a los lugares incómodos. Y los que como Goytisolo exploran sus propios abismos y cicatrices para contar lo menos complaciente de la realidad. Escritores a pie de lo humano, en lugar de asomarse a las ventanas indiscretas como vouyeres inmóviles, sin levantar la escritura de la silla para ensuciarse las manos, los zapatos y la vida. Es curioso que a pesar de la postguerra herida y de las hipocresías que nos ocupan, moleste tanto que venga un pájaro solitario a cantar las verdades con talento y cordura. Y que por hacerlo se pongan en cuarenta sus virtudes.

Que continúen ganando la partida las envidias, las manipulaciones y imposturas depende si pensamos en si cervantear es nuestro pasado o nuestra esperanza.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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