Sorprende a la opinión pública que el precio del dinero (el tipo de interés) para ciertas operaciones se haya situado en cotas negativas. Sin entrar en complejidades conviene precisar algunas cuestiones para evitar interpretaciones equívocas o manipulaciones interesadas relacionadas con la deuda pública, quizá el mayor factor de vulnerabilidad de la economía española que condiciona su crecimiento.

La deuda pública está en préstamos y bonos a plazos muy variados. Por eso se celebran con asiduidad subastas para la colocación de sus títulos y se informa en prensa acerca de la evolución de la prima de riesgo o los tipos del interés a que se coloca, pero no se suele explicitar que la inmensa mayoría de las emisiones de nueva deuda vienen a sustituir títulos anteriores que se amortizan, dando con ello la impresión de que la deuda está constantemente creciendo. Añadiré, para ilustrar algo más el tema, que sólo la décima parte de la deuda española está colocada a menos de un año; el 90 por ciento restante lo está a medio y largo plazo.

Ciertamente con la mejoría económica los tipos bajan lo que, junto al continuo proceso de cambio de deuda amortizada por deuda nueva a menor interés, alivia el denominado «servicio de la deuda» al abaratarse su coste. Es lo opuesto de lo ocurrido en los primeros años de la crisis cuando la subida de los tipos de interés originó un fuerte aumento de la deuda pública ante la necesidad de pagar intereses bastante más elevados por un mismo volumen de deuda. El punto álgido se alcanzó en dos momentos puntuales de 2011 y 2012 en que estuvimos al borde del rescate. En los presupuestos para este 2015 el costo de dicho servicio de la deuda se estima en 35.500 millones de euros (alrededor del 3,5% de la deuda pública) aunque es muy posible que la evolución de los tipos permita reducir dicha cuantía.

Pero, ¿qué ocurre con los tipos de interés actuales en comparación con los vigentes en 2012? Dejando sentado que son algo superiores a los medios de la zona euro, y que tales diferencias se están reduciendo de forma progresiva, hay que señalar la variedad de los mismos. Porque cuanto más largo sea su plazo mayor será el interés. Y al revés. Hasta el punto que desde principios de este año se realizan operaciones a intereses negativos, ya incluso para plazos de tres meses. Las letras del tesoro a un año han pasado del 2,93 al 0,22% (trece veces menos); los títulos a diez años han bajado del 5,72 a 1,66% (casi tres veces y media menos) -con una punta del 7,6% en los peores momentos-; y en los de más largo plazo -30 años- la evolución ha sido del 6,14% al 2,71% (se han reducido a menos de la mitad). Es interesante destacar que el mayor abaratamiento relativo del costo del dinero se produce precisamente en los plazos más cortos. Y, asimismo, no son solo estados los que se están financiando a tipos negativos, sino también grandes multinacionales como Nestlé o Shell están colocando bonos a intereses negativos.

Esos tipos están relacionados con los que aplica el Banco Central Europeo (BCE) que ha ido reduciendo paulatinamente el precio del dinero hasta el punto en que, desde mediado el año pasado, penaliza los depósitos de las entidades financieras en sus arcas con un 0,20% de interés negativo. Es decir que pagan al BCE por inmovilizar el dinero en sus cuentas. Este pretende así obligar a la banca a asumir riesgos en su tradicional actividad prestamista para estimular la reactivación de la actividad económica europea.

Estamos, pues, en una nueva fase de lucha contra la crisis. Primero se recapitalizó y saneó la banca, en buena medida transformando sus números rojos en deuda pública. Ahora toca sanear las cuentas públicas tratando de reducir su coste y, paralelamente, estimular al mismo tiempo el crecimiento económico con «facilidades cuantitativas de financiación» (QE en la jerga financiera) que el Banco Central Europeo ha puesto en marcha para inyectar más liquidez al sistema.

Frente a las voces que alertan del peligro de una nueva burbuja financiera, apoyada en esos bajísimos tipos de interés y en la QE, que estimule la excesiva asunción de riesgos entre los ahorradores, entiendo que la política que está aplicando el BCE es la constatación del fracaso de las recetas neoliberales impuestas por Alemania, especialmente en comparación con el éxito de las políticas keynesianas aplicadas sobre todo en EEUU. La creciente duda acerca de los resultados de esa política económica europea es la causa de la progresiva incertidumbre en todos los agentes económicos (a la que no es ajena la situación de Grecia), y de su paralela aversión al riesgo al largo plazo que les mueve a concentrar el dinero en colocaciones a corto. Por tanto, el exceso de demanda de títulos a corto plazo es lo que ha llevado los tipos a tasas negativas, pues los agentes no ven las cosas claras y prefieren ese tipo de depósitos a tasas negativas, aunque no tanto como las que aplica el BCE.

Como consecuencia de esta interpretación de la situación, el que los ahorradores asuman o no excesivos riesgos en sus manejos financieros no es el problema actual. La cuestión clave es que la economía no despega claramente (en España estemos arrancando, pero en el conjunto de la UE no) y, como no se salga del pozo, los ahorradores acabarán pagándolo de una u otra forma.

Y como todo está interrelacionado, el principal problema de la sociedad no es financiero, sino el de los millones de parados que no tienen empleo ni perspectivas de conseguirlo en un plazo razonable. En especial de los jóvenes que se enfrentan a oscuros horizontes de futuro y a los que lo único que se les ofrece son empleos precarios, mal pagados, trabajando muchas más horas de las contratadas, o la alternativa de la emigración. Lo mismo le ocurre a los menos jóvenes.

En consecuencia, al igual que existen alternativas de política económica, también hay prioridades en sus objetivos y la actual es o debe ser la lucha contra el paro. Pero actuando solo por la vía de la oferta abaratando los costos de producción (financieros y salariales) estamos prescindiendo de otra pata del crecimiento -la demanda- y limitando su potencial. Porque la falta de trabajo, las incertidumbres laborales, las reducciones salariales y la precariedad son factores limitantes del consumo. Y aunque se alcancen niveles de empleo precrisis la demanda interior no podrá ser la misma de entonces.

Es evidente que si sustituimos importaciones por producción nacional e incrementamos nuestra capacidad exportadora la situación puede cambiar. Pero se necesitan políticas de innovación tecnológica apoyadas en investigación básica y aplicada -en la actualidad fuertemente recortadas- por un lado; y, por otro, que los mercados de exportación «tiren», lo cual en el contexto actual de las políticas de la Unión Europea se hace muy complicado, pues España, además, concentra las tres cuartas partes de sus exportaciones en la UE. Queda la posibilidad de aumentar la exportación a los mercados ajenos a la UE y para eso está sirviendo el descenso de los tipos de interés que provoca la devaluación del euro frente al dólar. De esta forma ganan competitividad las exportaciones de la zona euro.

Termino subrayando que la despreocupación -que quiero creer aparente- por la situación de millones de personas que están sufriendo la dureza de la crisis, nos interpela acerca de la finalidad de la política. Igual que nos interpelan las consecuencias de las políticas aplicadas que se manifiestan descarnadamente en la creciente desigualdad social. Porque entonces, la pregunta inmediata sería: ¿para qué sirve entonces la política? ¿Para resolver los problemas de los que no tienen «realmente» problemas, o para que el conjunto de la sociedad mejore sus condiciones de vida y salgan del pozo los millones de españoles que están sumidos en él? Y todavía hay quien defiende que no existe ideología en la política económica.