El cielo no tiene nubes, la gente camina por la acera como si no tuviera nada mejor que hacer y yo permanezco, desde hace un rato, sentada ante mi ordenador -que ya bizquea del aburrimiento- intentando contarles algo que les alegre, que les entretenga, porque soy consciente de que para que nos aburran ya tenemos a otros. Sí, amigos, no miento. Tengo una amiga que cuando su nuera le deja a su precioso nieto un ratito, el tiempo justo para ponerse las mechas, depilarse las piernas y maquillarse a fondo porque ha tenido que renovar el DNI y salir en la foto de carnet con esos pelos no estaría bonito, no lo piensa dos veces: coge a su rubio y lo lleva a la Catedral, lo sienta en un banco, le da un rosario para que la imite y empieza a rezar en voz alta el Santo Rosario. A los diez minutos lo tiene dormidito y a ella le da tiempo de rezar y de terminar, por quinta vez, La casa de los espíritus de Isabel Allende, porque, según ella, cada vez que la empieza le parece una obra distinta. Y me preocupa porque si es que gusta mucho, no tengo nada que decir, pero si es que pierde algo de memoria me hace pensar «¡Con lo que era ella!».

El sábado pasamos la tarde en Olías. Hacía años que no visitábamos el pueblo por lo que os puedo asegurar que, en los últimos años, ha mejorado mucho. No fuimos a funerales, fuimos al bautizo de Juan Carlos, el hijo de Sandra y de Juan, dos guapos padres a los que conocemos desde que nacieron. Nos llamó la atención la cantidad de chalets de nueva construcción que hay en las laderas de camino. Algunos se asemejan a las viviendas de la película Mujercitas. Es bueno que los jóvenes, a pesar de la crisis, conserven las ganas y el gusto por el buen vivir. Dice mucho de sus gentes. Enhorabuena, amigos de Olías.