La candidata a la alcaldía de Madrid se dice preocupada por los mendigos y otros individuos sin techo, tanto nacionales como extranjeros, que duermen en sus calles.

Proliferan ésos en la capital y su visión ahuyenta a ese turismo que tanto nos gusta porque deja dinero y además habla por lo general inglés, el idioma favorito de nuestra gran liberal, que quiere incluso que se use para transmitir cualquier materia a nuestros jóvenes en la escuela.

En materia de mendigos, que por supuesto no hablan inglés, Esperanza Aguirre quisiera, si no es posible recluirlos en los albergues, al menos expulsarlos del centro para que los turistas que nos visitan no tengan que andar tropezando continuamente con los cartones sobre los que duermen, lo que deja sin duda una mala impresión de nuestro país.

Al parecer, una impresión mucho peor que el goteo incesante de noticias sobre el galopante desempleo o la vasta corrupción en este país que se publican últimamente en la prensa internacional y que hace a muchos preguntarse por la calidad de nuestra democracia.

A Esperanza Aguirre parece preocuparle mucho más la estética que la ética. Si fuera de otro modo, se preguntaría por las causas de que haya cada vez más gente pidiendo en nuestras calles, personas de cualquier edad hurgando en los cubos de basura o esperando a la puerta de los supermercados en busca de algo, aunque esté caducado, que llevarse a la boca.

Se preguntaría si todo eso tiene algo que ver con un modelo de sociedad que no cesa de destruir empleo sin que parezcan preocupar las consecuencias, que alimenta y alienta la precarización de los trabajadores, las deslocalizaciones de empresas en busca de menores costes y mayores beneficios para unos pocos.

Un modelo privatizador de los servicios sociales, que busca introducir la competencia en la función pública y que enfrenta a unos trabajadores con otros, fomentando la insolidaridad y el egoísmo.

Dice Esperanza Aguirre que muchas de esas personas «de origen extranjero» cuya visión tanto molesta también a los vecinos del centro, que no pueden disfrutar de sus parques como quisieran, forman parte de mafias que los explotan.

Y uno se pregunta: si eso es así, ¿por qué no se persigue a los explotadores donde quiera que se escondan, por ejemplo en sus países de origen, y no sus víctimas, que son, claro está, las únicas visibles?

Pero ya sabemos que es lo que ocurre con tantas otras cosas: con el tráfico de seres humanos o de drogas porque es siempre más fácil castigar al débil y porque las mafias tienen muchas veces quien los proteja en el mundo de la política o la justicia.

Y si de la calidad de vida de los madrileños, y no sólo de los turistas, se trata, habría que hablar por ejemplo de tantas cosas que a uno le preocupa mucho más que la visión de un mendigo, nacional o extranjero, durmiendo en un cajero automático o con un vaso de cartón pidiendo en la calle.

Por ejemplo, la suciedad de tantos barrios, sobre todo los fines de semana, con vomitonas, orines y otras deyecciones humanas, los gritos y cantos hasta altas horas de la noche y la madrugada de quienes salen borrachos de las discotecas, sin consideración para quienes intentan descansar y sin que la policía parezca hacer nada.

Y si hablamos de algo tan importante como la salud de todos, también debería preocuparnos - ¿por qué no decirlo?- la proliferación de restaurantes de comida basura y de comercios de chucherías, por cierto en su mayoría de espantosa estética, o una contaminación atmosférica que supera los niveles recomendados, ya de por sí bastante laxos, por culpa de un tráfico excesivo.