Ayer fue el Día del Trabajo y tengo esa impresión: no somos distintos pero estamos distantes. Durante un tiempo trabajé en la radio como autónomo dependiente, esa falsa posición laboral según la cual eres autónomo sin serlo más que legalmente, ya que dependes de un solo pagador durante el año y desarrollas el mismo trabajo que el compañero que está sentado a tu lado, pero él estaba contratado años antes de que se legitimara esa posibilidad laboral, durante el mandato de Zapatero. No ibas a la revisión médica anual, cuando tocaba, y te quedabas solo en la redacción mientras los contratados laborales se sacaban sangre. Trabajabas codo con codo pero la distancia se hacía insondable. Y sabías que cuando te echaran no tendrías paro.

Falso autónomo

Tampoco tenías derecho a los cursos de mejora profesional o a los tutoriales de capacitación técnica para adaptarte al nuevo programa informático de la empresa, por ejemplo. Cierto pragmatismo obligado te hacía superar el curso para poder manejar correctamente la herramienta como tus compañeros, pero no obtenías la certificación final como ellos. Tampoco debías asistir a las reuniones de los sindicatos, aunque lo hicieras, ya que a la hora de votar, como no eras contratado laboral, no tenías derecho a hacerlo. El surrealismo cotidiano consistía en que tenías consideración de pequeño empresario, o algo similar, pero también mesa e identificación y claves y horarios y sueldo de redactor (o sueldo menor ya que no se sumaban complementos de ningún tipo). Tu realidad era como de proveedor ajeno que parecía vivir allí e inmiscuirse en los asuntos sin más remedio e incluso tomar decisiones diarias que afectaban directamente a la empresa que no cotizaba por ti. Mis compañeros y yo no éramos distintos pero yo me sentía distante respecto a mi pertenencia a la empresa a la que ellos de verdad pertenecían. Ellos eran los recursos humanos para el departamento del mismo nombre y yo sólo humano.

Ni calidad ni cantidad

La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) ha dado datos de cómo en 2014 siguió empeorando la calidad del empleo en nuestro país, fundamentalmente en el sur. No se hablaba de estas disfunciones que producen paradojas y distancias en el ámbito laboral, pero se dejaba claro que medidas como la disminución de los sueldos para aumentar la competitividad de las empresas han incrementado la pobreza y la brecha salarial entre las personas empleadas. No se ha bajado por arriba, sólo por abajo. Los sueldos españoles cayeron en 2014 de media casi un 2% mientras, en los demás países de la OCDE empezaron a crecer aunque sólo fuera alrededor del 0,2%. Sin embargo esas bajadas supuestamente en aras de la competitividad no frenaron el desempleo, que siguió aumentando al menos hasta 2013. Nos queda el consuelo moral de que ese alza que parecía interminable se ha revertido en 2015, aunque demasiado lentamente y ojalá que para continuar.

Café con miedo

El panorama, por tanto, no es para aguantar tonterías de políticos a quienes se les ve ya más el chip electoral que la cabeza. Menos clase media, una legión de parados y más pobres es nuestra realidad. Y la distancia entre personas a la hora de encarar su día a día. En la misma cafetería, las conversaciones de desayuno de una mesa contrastan con las de la otra. En una se reúnen funcionarios o trabajadores fijos de una misma empresa, quizá con algún temporal o contratado a media jornada mezclado, e incluso con algún autónomo dependiente que trata de olvidar su distancia con sus compañeros riendo los mismos chistes sobre el jefe o el enlace sindical. En la otra hay parados (o autónomos forzados a serlo pero que no saben ser emprendedores ni descansan nunca ni obtienen beneficios para equilibrar los pagos y gastos). Entre una y otra mesa nada era distinto hace unos años, ahora todo es distante. Y el miedo. El miedo de la mesa de trabajadores a perder el trabajo y el de la mesa de parados y autónomos obligados a no encontrarlo.

de mayo

1 de mayo

Ayer se rememoraba, ya sin el protagonismo sindical de otros años, la huelga de Chicago aquel otro 1 de mayo de 1886. Ocho horas para trabajar, ocho para estar con la familia y ocho para dormir, pedían quienes se enfrentaron a la policía. La jornada de hasta 18 horas diarias había sido prohibida casi 20 años antes por el presidente Johnson, en parte para reducir el paro. Pero no se aplicaba aún en muchos estados la prohibición de trabajar prácticamente mientras se estaba despierto. Los disturbios se prolongaron varios días. El 4 de mayo fue el peor. El mal recordado jefe de policía John Bonfield ordenó abrir fuego, en la refriega una bomba callejera mató en Haymarket a un policía y ya todo fue masacre. Lo paradójico, creo, es que no somos hoy tan distintos, aunque salvando lo distantes, de quienes vivieron en Chicago… Porque hoy es sábado.