Ciudadano Kane. Siempre me sonó al seudónimo de un flaneur. Su firma al pie de prensa sobre rutas por las que escapar de los mandamientos sociales, de la sed de mal, de las campanadas a media noche, para encontrarse a solas con una dama de Shangai o la otra cara del viento. Ciudadano Kane, el único que sabía quién era realmente el tercer hombre y porqué estamos condenados a toparnos con Shakespeare en tantas metáforas de nuestra vida. Más adelante, cuando conocí a Antonio Romero, el viejo líder malagueño de Izquierda Unida, que siempre me saludaba llamándome ciudadano, me dije que así, Ciudadano Kane, tendrían que ser nombrados aquellos que dentro de la sociedad son rebeldes, inconformistas, con suficiente talento y capacidad narrativa para contar y vivir lo real a contrapicado. Igual que hizo Orson Welles en su mejor película, en Macbeth, en Otelo, en la que interpretó al inquietante Harry Lime, situando nuestra mirada en el suelo para verlo todo igual que si lo estuviésemos viendo sentados en las diez primeras filas de un teatro. Un encuadre único que todo lo registra, lo husmea y lo descubre, para contar lo insólito.

Ese fue el sello de su magia. En el cine y en su menos conocida faceta de prestidigitador. La otra identidad con el nombre de Abou Khan -como los falsos magos orientales Okito o Fumanchú- y que casi al final de su vida le hacía soñar con The magic Show, el proyecto al que consagró diez años, y en el que colaboraron grandes ilusionistas como Abb Dickson. La muerte le impidió terminar esta reflexión definitiva sobre los límites de la ficción y la realidad. Un tema que también inspiró F de Fake., su película-ensayo y testamento artístico sobre el artista como prestidigitador y el engaño en el arte, donde caracterizado de Houdin mostraba que las cosas que no existen a veces son más reales que las que existen.

Que grande Welles, desde que con 23 años provocó el pánico en todo Estados Unidos por culpa de una adaptación radiofónica de la novela de H.G. Welles, La guerra de los mundos. Fue la noche del 30 de octubre de 1938 y a la mañana siguiente entraba a lo grande en Hollywood, gracias a un contrato con la RKO. Este mayo cumple centenario, hedonista en cualquier parte, con una copa de vino en su mano, un puro esquinado en la boca y sus ojos saltones, traviesos e incluso irreverentes en su sonrisa, escrutando mujeres hermosas. Quién sabe si a la etérea garza rusa, imposible poema en fuga entre la música y el aire, Maya Plisetskaya. La prima ballerina assoluta del Bolshoi (título otorgado sólo a las más grandes y que heredó de Galina Ulanova), con su pelo recogido y su expresivos ojos, acompañados por la delicadeza de la danza de sus manos al hablar, como si los dedos también fuesen piernas empinadas en un salto, el vuelo de un giro suspendido e ingrávido, las plumas de un sueño en movimiento. El próximo 20 de noviembre hubiese cumplido 90 años flotando como una enigmática flor de piedra.

Dos figuras de la memoria cultural de una época épica, innovadores en su género y creadores de sí mismos. Plisetskaya conocida por su rechazo a los convencionalismos academicistas, realizando nuevas versiones de ballets clásicos. Welles renovando los recursos narrativos y estéticos del arte cinematográfico, inventando la luz, la sombra, el encuadre, el plano contrapicado, la profundidad de campo, el gran angular, el montaje, el ojo del sonido. Dos seres también a solas desvalidos y con sombra. Ella por su difícil infancia, en la que vio morir a su padre fusilado por Stalin y a su familia declarada "enemiga del pueblo". Él al hacer saltar por los aires las reglas de Hollywood y enfrentarse desde su cine de autor, desmesurado, egocéntrico, incomprendido, fiel a la voracidad de sí mismo, rastreando los límites entre la realidad y la ficción; la mentira y la verdad; el mito y la razón. Hasta ser condenado con el estigma del maldito. Un don Quijote inmerso en el escenario de la modernidad. El proyecto difícil que, a pesar de su actitud inasequible al desaliento, le costó completar más allá de apuntes y de trozos cinematográficos sobre las que más tarde trabajaría el director Jesús Franco. Don Quijote fue también el sueño precoz de la diva rusa que a través del personaje se enamoró de España, donde también desarrolló su espíritu indoblegable con el ballet Carmen, y dirigió el Ballet Nacional Clásico, convertido entonces en Ballet del Teatro Lírico Nacional La Zarzuela. A nuestro país regresó en agosto de 2008, como protagonista de una gala de estrellas en el Festival de los Jardines de Cap Roig (Girona). Interpretó Ave Maya, el solo que le había creado Maurice Béjart en 2000, para celebrar su 75º cumpleaños. Veintiún años antes las cenizas del talento de Welles habían sido enterradas en Ronda, en la intimidad de la finca Recreo de San Cayetano, propiedad del ex matador de toros Antonio Ordóñez.

La muerte del cisne y el recuerdo del centenario del ogro van dejándonos más huérfanos de leyendas, de auténticos artistas para los que la libertad creativa y los retos son su alimento, su estímulo. La única manera de realizarse en la vida y hacernos soñar. No sé si alguna vez se cruzaron en vida. Ni siquiera si a ella le gustaban sus películas o a él a sus arabescos. Pero hoy, recordándolos entre estas líneas, los imagino protagonizando una intensa y breve historia de amor. La Bella y la Bestia, cuánta pasión frente a los espejos.