He pasado el fin de semana en Granada. Mis padres decían adiós a media vida y allí que fuimos sus hijos a ejercer de alegres porteadores de safari, si bwana. Hacer mudanza es uno de los ejercicios mentales más higiénicos que conozco junto a decidir el epitafio y hacer tu lista de virtudes y defectos. Enfrentarte a tu propia historia y decidir qué conservar y qué desechar puede resultar más liberador de lo que parece a primera vista, como cuando aprovechas un rato de espera en el ambulatorio y borras contactos del teléfono, te pones la mano en el corazón y descubres que no tienes tantos amigos ni tantos enemigos.

Puedes afrontar una mudanza desde el sentimentalismo o desde la razón. En el primer caso acabarás convirtiendo tu nuevo hogar en una tienda de segunda mano llena de recuerdos, en el segundo primará el buen juicio y dejarás atrás todo aquello que en su momento tuvo sentido y ahora se asemeja inútil.

Lo cierto es que mi madre venció rápidamente cualquier atisbo de Diógenes estableciendo los criterios a seguir. Debíamos tener claro qué queríamos llevarnos en base a sus cuatro frases maestras: el primero que elige se lo queda, para qué quieres una porcelana de Limoges si no tienes vitrina, no te lleves nada que no vayas a usar, y la más importante, eres tonto por no llevarte eso porque en su época me costó un dineral. Así de fácil, así de simple.

Teniendo en cuenta que las casas de hoy no son las de antes y que Ikea ha hecho más daño que Julio Iglesias en una clínica de inseminación era previsible adivinar que el proceso de elección seguiría su cauce natural. Exceptuando que lo elegido no fuera del agrado de la parienta lo demás fue sencillo porque en Granada esas tonterías del feng shui no están muy bien vistas, de hecho dije algo de vintage y todos me miraron raro, como con mezcla de pena y resignación.

Entre seleccionar, clasificar, envolver, empaquetar y reubicar se pasaron unas horas en las que poco a poco tomé conciencia de que esa ya nunca volvería a ser mi casa. Cada jarrón que movía me refrescaba una anécdota, cada cojín que olía me devolvía veinte años atrás, cada foto que guardaba me arrancaba una sonrisa. Recordé a mi abuelo viendo las procesiones desde el balcón, a mis primos en Navidad, a los vecinos yendo juntos al colegio, a los amigos que estudiaron en mi cuarto, a mis hermanos celebrando sus cumpleaños y tantas cosas que extrañamente allí se quedan pero que llevaré conmigo para siempre.

Hay quien me pregunta si no me da pena. Nostalgia puede, pena ninguna. Pena me da el padre que se muda a un campo de refugiados, la huérfana nepalesa que deambula en busca de un techo, el joven que hace el equipaje para cazar un futuro a cinco mil kilómetros o la madre que mete a toda su familia en el remolque de un camión tras ser desahuciada por el banco. Esas personas no leen revistas de decoración, no tienen remite, su único criterio es la primera necesidad, el mañana Dios dirá.

Hoy ya estoy de vuelta en Marbella abriendo cajas, contento por aquellos que empiezan una nueva etapa y pensando en grandes mudanzas de la historia, como la de Boabdil, que cuando llegó al Suspiro del Moro su madre le dijo «Llora como mujer lo que no supiste defender como hombre, y por cierto niño, haber cogido la olla de hacer

cuscús, que en su época me costó un

dineral».