Lo único que sabemos de estas elecciones es que no sabemos nada. Nadie sabe nada. Ni los gabinetes de sociología, ni las encuestas, ni los politólogos, ni los columnistas, ni los partidos políticos. Nadie sabe absolutamente nada. Por no saber, no se sabe siquiera dónde puede acabar el voto aunque se sepa a quién votar. Que ésta es otra, saberlo. Y los que obtengan esos votos -unos y otros, estos y aquellos y los de más allá- tampoco saben todavía qué van a poder hacer con ellos, adónde les van a llevar. Lo que querrían hacer quizá sí lo sepan (y subrayo el quizá); lo que podrán hacer, no. Estas son las certezas que hay, y algo es algo, porque llevamos meses viviendo -o haciéndonos vivir- entre ensoñaciones y espejismos.

Para ser unas autonómicas y locales, el conflicto entre la realidad y el deseo (no nuestro deseo, no nuestra realidad, sino los de los recolectores de votos y sus espejos periodísticos y estadísticos) ha sido impresionante. Los asombrados votantes (y aquí también entran los que votan en blanco y los abstencionistas, que son votantes en potencia) hemos sido objeto de las paranoias de unos, la avidez de otros y la ficción de otros más. Si tiramos de hemeroteca aquí ha habido de todo sin saber lo que habría. Sólo deseando que lo hubiera. O temiendo lo mismo. Y tanto los deseantes como los temerosos se han alimentado entre sí de mala manera. Y si digo mala es porque haciéndolo sólo fomentaban a los que tenían enfrente.

Ha habido un denominador común, que es habitual en política, pero no necesariamente mayoritario. Sin embargo esta vez su presencia ha sido aplastante. Me refiero al oportunismo. En todo partido político medran los oportunistas; por todo partido político merodean los oportunistas. Pero esta vez, el triunfo del oportunismo ha calado en el discurso, si puede llamarse así, ideológico o programático y ha calado también en las personas y sus posturas e imposturas. Las combinaciones y permutaciones mientras el mapa se hacía y deshacía han sido un espectáculo de travestismo. Y en cuanto a los camuflajes, de todos los colores. Mientras tanto, aquellos que nunca pierden -o que consideran que han nacido para no perder- revolotean alrededor de todos, no vaya a ser qué... Ya sólo falta una semana.

La realidad y el deseo juegan con nosotros durante toda la vida. Cuando dejan de hacerlo es que estamos acabados. Pero los análisis políticos de esta última parte de legislatura se han afianzado más sobre el deseo y los deseos ocultos de quienes los emitían, que sobre la realidad que estábamos viviendo. Ha pasado con la crisis catalana y ha pasado con muchas otras cosas que no nombraré para seguir presumiendo de abstracto. Con tanto confiar en el propio deseo se ha acabado aparcando en la mentira, que ya decía Jean François Revel que es la principal fuerza que mueve el mundo. Ni el dinero, ni el sexo: la mentira como forma de construcción social. La que nace de la falta de honradez intelectual. A que no la tenga el poder ya estamos acostumbrados. A que no la tengan sus críticos sigue pareciendo a muchos una fantasía. Y sin embargo es una realidad. Fabricada por el deseo de ser poder también, a costa de lo que sea. De la verdad democrática, si es necesario, adoptada sólo como disfraz.

Las elecciones británicas han sido un regreso a una realidad también alejada del deseo (excepto de los tories, claro). Habló el votante y ganó Cameron, otro que no me gusta y si digo otro es porque tampoco me gustaba nada Blair y sí, en cambio, Gordon Brown. Aquí en España, rápidamente han exclamado los conservadores desde el deseo: que pase lo mismo que allí. Forma parte del lío del comienzo: que lo único que se sabe de estas elecciones es que no se sabe nada. Nada vamos a saber hasta que se haga el recuento. Y una vez se haya hecho, tampoco sabremos muchas de las cosas que puedan llegar a pasar. La vida es incertidumbre y lo demás son cuentos. Como los que hemos visto, oído y leído hasta ahora.