Siempre he sido afortunado. En ese inmerecido privilegio de tener amigos maravillosos. Entre ellos, están una portentosa dama y su marido, protagonistas ambos en el mundo del Arte, con mayúscula y sin fronteras. Leyó ella el pasado día 9 de mayo un artículo en la edición internacional del New York Times: Cómo los rusos perdieron la guerra. How Russians Lost the War, por si lo buscan en Google. Lo firmaba Mikhail Shishkin. Lo recortó, lo escaneó y me lo envió a mi vetusto ordenador. Es cierto que internet y sus arsenales pueden ser una incómoda Némesis para las cleptocracias. Nos recuerdan que éstas, como la inmensa mayoría de las tiranías, se nutren, insaciables, de la sangre de sus súbditos. Siempre tengo la impresión de que los cleptócratas supremos brillan en la oscuridad, con el tenue resplandor de los organismos celulares bien alimentados.

Mikhail Pavlovich Shishkin es uno de los más respetados escritores rusos contemporáneos. En ese hermoso idioma, lleno de nobles resonancias, en esa literatura, siempre imprescindible, Shishkin es un heredero de los grandes. De Tolstoi, de Bunin o de Chejov. Se le compara con Joyce, con la obra en ruso de Vladimir Nabokov y especialmente con Chejov. En este último reconoce el escritor el ejemplo de la humanidad de aquel maestro. Y a Tolstoi le agradece que le enseñara a no tener miedo a la ingenuidad. Desde 1995 vive en Zürich. Su prosa -«maravillosamente lúcida y concisa»- ha sido traducida a diez idiomas. Sus nuevos escritos son esperados con avidez.

En su artículo del 9 de mayo evoca Shishkin a su abuelo, desaparecido en el Gulag de Stalin. Y a su padre, capitán de un submarino soviético en la Segunda Guerra Mundial. En las aguas del Báltico luchó con bravura contra el fascismo, como el mal absoluto que en realidad era. Después se dio cuenta que en el mundo que se encontró en tierra firme al final de la contienda, le esperaban otras formas del mal. Stalin premió el sacrificio de millones de rusos con más tiranía, con más crueldad, con más pobreza. No obstante, cada año, en el Día de la Victoria, se ponía su viejo uniforme de la Marina de Guerra y sus condecoraciones. Con los mismos con los fue incinerado al final de su vida.

Se hace una pregunta Shishkin con palabras tan terribles como éstas: «Si la patria es un monstruo, ¿debería ser amada u odiada?». En su texto, muy bien traducido al inglés por Marian Schwartz, considera a la televisión rusa al servicio del régimen la «zombie box» (la caja de los zombis), la herramienta milagrosa del régimen para desactivar el sentido de la realidad de los ciudadanos. Y al final cierra su texto con esta denuncia: «Los dirigentes de Rusia le han robado a mi pueblo su petróleo, le han robado las elecciones, le han robado su país. Y también le han robado su victoria. Padre, perdimos la guerra».