Suenan en las sedes, en los mentideros de subalternos y votantes acríticos, en los nudos vocingleros de gente falsamente independiente que entiende el sufragio como una muesca más del ADN, inconmovible a cantos de sirena y a los giros y las disidencias de la realidad. La acepción más dañina de lo reaccionario es, sin duda, la literal, aquella que se encona en el miedo al cambio y de la que España y lo español podría sentar cátedra desde antes de constituirse, incluso, como país. Por más que uno esté acostumbrado a argumentos vesánicos, no deja de ser fascinante y paradójica la elasticidad de la que hacen gala numerosos políticos y simpatizantes para justificar lo injustificable y autoconvencerse de su propia y testaruda posición. En estos días resuenan como un mantra las lecturas partidistas apresuradas del 24M, con una digestión, por parte de la derecha, que tiene mucho de reconocimiento palurdo de la cosa nietzscheana del eterno retorno. De nuevo, se escucha el cimbreo del apocalipsis, España se acaba porque yo me acabo, parecen decir algunos, y de los arcones del tiempo mágico y supersticioso emergen los fantasmas con rabos y cuernos, la prima que se rompe, el milenarismo y la desintegración. La política del miedo agitada con desvergüenza en todos los órdenes, desde los centros de trabajo a los medios de comunicación. Vendrán a quitarnos la segunda residencia (Aznar), romperán la democracia (Aguirre), prohibirán el esmalte de uñas y los abrigos de visón (Bertín Osborne, aprox). La estrategia es vieja y se repite con metódica obscenidad; cada vez que los acostumbran a mandar ven amenazado su poder vuelven a rezongar y a liberar el fantasma del fin del mundo, en este caso, encarnado por Pablo Iglesias y hasta por ese ramillete de tránsfugas y arribistas en el que parece haber degenerado el proyecto en blanco de Albert Rivera. No ha pasado ni una semana de las elecciones y ya se escuchan voces que hablan de ingobernabilidad y que, al igual que Susana Díaz, emplean el falso silogismo de identificar la pluralidad con la entropía y la destrucción. Es decir, a más actores y más democracia, menos democracia: he ahí la paradoja discursiva que flota en las sedes del PP. «Que vienen los rojos, los punks, los indios. ¿Quién salva a la reina?», cantaban en los noventa. Con lo bien que estábamos en este país.