A veces la victoria no es más que el logro de la resistencia y solo rinde el mínimo rédito de permitirte continuar. Empiezo a verlo claro ahora, cuando asisto atónito a este festín de carroñeros que está siendo la etapa postelectoral. Nadie soporta a los perdedores y mientras unos se afanan construyendo el ataúd para quien hasta ayer era el indiscutible líder, otros, los más osados, los más hambrientos, les muerden las carnes sin pudor.

Quienes sospechábamos que España se rige bajo el signo de Caín no tenemos ya ninguna duda. Incluso la ciencia, que es a veces tardía pero siempre es eficaz, ha venido a confirmarlo con el hallazgo, en Atapuerca, del que hasta ahora es el primer asesinato de la historia, un hombre a quien mataron hace 430.000 años de varios golpes en la cabeza.

Así, mientras en la Sima de los Huesos aparece Abel, los pasillos de las sedes políticas se llenan de caínes blandiendo cada uno su quijada de burro. ¡Ah, los españoles! “Toda hiel sempiterna del español terrible/ que acecha lo cimero/ con su piedra en la mano”, dijo Gil de Biedma, que demostró conocernos bien. Después de casi medio millón de años practicando lo que Thomas de Quincey consideraba “una de las bellas artes”, el asesinato, alguna pericia habremos alcanzado en el oficio, siquiera sea porque la repetición hace al maestro.

De lo que no cabe duda es de que nos sobra afición. España es una país de iconoclastas que cumplen la condición de haber sido, previamente, aduladores. Nos encanta encumbrar a alguien para, de inmediato, desalojarlo de la cumbre a patadas, despeñándolo. Seguimos al líder con el mismo afán que luego lo perseguimos. Es cuestión nada más que de un prefijo. No es casualidad que en algunos pueblos de eso que llamamos “la España profunda”, y que está más a flor de piel de lo que parece, el momento álgido de las fiestas sea tirar una cabra desde el campanario de la iglesia.

Las de España, lo dijo Antonio Machado, “son tierras para el águila, un trozo de planeta/ por donde cruza errante la sombra de Caín”, y los esfuerzos que se han hecho para criar una generación libre de la terrible marca han sido destruidos siempre a sangre y fuego. Matar al hermano es romper a pedradas el espejo, solo una forma de multiplicar por mil nuestro reflejo homicida, pero ahí seguimos 430.000 años después, quebrando la cabeza del prójimo con lo que tengamos más a mano. Hay un poso de barbarie en nuestra genética, una luz oscura en nuestra alma, una sílaba parricida en nuestro nombre.