Lo fácil sería hablar de Juan Cassá. Pero no, hoy toca hablar del Sevilla, que ha hecho historia aunque sea en esa competición que todos los equipos dicen que no quieren jugar, pero que los hispalenses han ganado cuatro veces. Lo hicieron el miércoles, y lo ví en el Centro de Málaga, aunque pareciera que estuviera por las calles de Dnipropetrovsk. Lo digo por los gritos salvajes, desgarrados, que atronaron al unísono cuando Kalinic adelantó al conjunto ucraniano. Como si el gol del Dnipro llevara al Málaga a la Liga de Campeones, como si la derrota del Sevilla llevara al conjunto de Martiricos a seguir una temporada más en Primera División. Nada que ver. «Es que a mi el Sevilla no me cae bien». «Es que le he metido 10 euros a que los ucranianos a que ganan la Europa League y, claro, voy a tope con el Dnipro». Justificaciones ambas respetables, pero me da a mí que bien lejos de las que realmente motivaban los berridos que, con el paso de los minutos y los goles de Bacca, fueron acallados en la noche del pasado miércoles.

¿En serio la rivalidad Málaga-Sevilla traspasa -que ya sé que sí- las fronteras de la Liga BBVA y de los rectángulos de juego de La Rosaleda y el Sánchez Pizjuán hasta llegar a Polonia? ¿De verdad molesta que el equipo de una ciudad que está apenas a 200 kilómetros gane un título? La respuesta, desgraciadamente, es afirmativa y motivada por ese eterno disparate de mezclar la política con el deporte. Y habiéndome comido mil y un derbis regionales -viví un ascenso a Primera División en casa del máximo rival- jamás entenderé qué pasa por la cabeza de quienes creen que porque una ciudad sea capital ya hay que odiar a un equipo que juega en ella. Que porque el Gobierno regional tenga allí su sede, ya hay que quemar todo lo que huela a palangana. Ni lo entiendo, ni lo entenderé, por eso yo no berreo e incluso me alegro de la victoria del vecino que, espero, sea la mía propia en breve. Por eso yo no berreo, y ellos sí.