Previously on Las Naranjas de la China... La semana pasada peroré sobre los cambios reales y los fingidos a propósito de las elecciones municipales del domingo. La conclusión: como dijo Tolstoi, «el cambio en nuestra vida debe provenir de la imposibilidad de vivir de otra manera que de acuerdo a las exigencias de nuestra conciencia, no desde nuestra resolución mental para probar una nueva forma de vida». Todo lo que no sea eso, y eso lo digo yo, no es cambio, es un busque, compare y si encuentra algo mejor... Y eso no es vida, sino lógica de supermercado. Bien, hoy, una semana exacta después de los comicios y con el cambio todavía pendiente de los movimientos de ajedrez político -en eso, me temo, vamos a seguir igual por un tiempo-, me preocupa otro asunto. En realidad, lleva bastantes meses mosqueándome. Hemos asistido a varios ejemplos estos días, como las absurdas declaraciones de una desquiciada Esperanza Aguirre a propósito de unos hipotéticos «soviets» en los distritos de Madrid, o el impresentable post de Facebook de una concejala del PP de Rafelbunyol (un pueblo de Valencia) en que se temía que ahora empezará «la quema de iglesias y la violación de monjas». En ambos casos, como en otros tantos similares, el asunto siempre es el mismo, mecánico, preciso, frío: alguien, da igual quien sea -nos conformamos también con un señor o señora de nula relevancia nacional, de Rafelbunyol, por ejemplo- suelta una burrada por su boca o por sus redes; los medios de comunicación amplifican las palabras grotescas -las cadenas de televisión aquí lo tienen más fácil: los presentadores y tertulianos tienen libertad plena para adjetivar y denotar con palabras y gestos- y, como resultado, la ciudadanía se pone colorada de la rabia.

Todos hemos descubierto el filón de la indignación. De ahí que nuestra cotidianidad pública se haya convertido en una especie de «¿Y hoy quién ha dicho la estupidez más grande?». El problema es que como ocurre con todas las reacciones inmediatas, ésta no nos conduce más que a una gratificación instantánea -porque si la crisis nos ha enseñado algo es a disfrutar de una manera morbosa y sadomasoquista con ciertas desgracias sobre nuestras espaldas-. Y así, perdemos tiempo y esfuerzo en atender y debatir sobre palabras y señores tan grotescos, tan vanos e inútiles que lo verdaderamente importante se queda ahí, en un fondo al que parece que jamás nos atrevemos a llegar por miedo a hundirnos. A veces creo que todas estas declaraciones extemporáneas y absurdas están diseñadas a la perfección, programadas con hora y fecha desde un Hootsuite de la política para dirigir nuestros ojos y oídos. Porque, lo pienso fríamente, ¿a mí qué narices me importa lo que opina una concejala de un pueblo de Valencia, cuya existencia desconocía, sobre el auge de una nueva izquierda? Absolutamente nada. ¿Y la ocurrencia de Esperanza Aguirre? Tanto como las declaraciones postpartido de un futbolista cuyo equipo ha sido derrotado: absolutamente nada. Entonces, ¿por qué usted y yo le dedicamos tanto tiempo a chorradas que no nos interesan? Esta pregunta ha sustituido al que parecía nuestro eterno, cuál es el sentido de la vida. Y eso, amigo lector, ya es mucha hondura para un simple plumilla.